Por Jöel López.

Aún le apura atribuirse esa palabra pero Francisco Javier Irazoki (Lesaka, 1954) es un poeta. Con toda la fuerza y la humildad que pueda caber en ella. No grita, no sentencia, no juzga; solo escribe. Y en sus palabras siempre hay poesía. Comenzó como periodista musical en Disco Expres y El Musiquero, perteneció al grupo literario Cloc. Desde 1993 reside en París, donde ha cursado estudios musicales. Como escritor, sus primeros poemarios editados fueron Árgoma y Cielos segados, que incluía, además de Árgoma, Desiertos para Hades y La miniatura infinita. Más tarde vendrían Notas del camino y Retrato de un hilo, éste en 2013. La nota rota es su incursión en la narrativa con cincuenta semblanzas de músicos a lo largo de la historia. En 2006, aparece su primer libro de poemas en prosa, Los hombres intermitentes, que tuvo continuidad con Orquesta de desaparecidos publicado en 2015. Actualmente es crítico de poesía en el suplemento El Cultural.

No concibo la poesía como una industria. Soy partidario de la lentitud creativa y me disgusta la verborrea  

¿Por qué escribir? ¿Usted ve la página en blanco como amenaza o como oportunidad?

Desde el principio la palabra fue un aliado difícil. Lo expliqué en el poema «Vecindario». Veo la página en blanco como un lugar donde me deshago del peso de mis experiencias. Lo identifico con una liberación.

¿Cuál es su punto de partida?

Variado. En ocasiones una escena urbana, un episodio que recuerdo, una vivencia personal.

La poesía es síntesis y su escritura es casi de orfebre. ¿Le cuesta terminar los poemas?

Corrijo hasta que solo quede lo necesario. Puedo equivocarme, por supuesto. Pero procuro arrancar mis malas hierbas verbales.

¿Qué importancia tiene la música en el proceso de escribir?

Pasé muchos años estudiando en el conservatorio. Afiné el oído y puse entre mis páginas una especie de policía sonora. Al mismo tiempo, no quise aceptar la cárcel de la música en la literatura. Es decir, me rebelé. Entendí el consejo de Fernando Aramburu: primero, la precisión; después, la eufonía.

¿Lee mientras está preparando un nuevo libro?

Esté redactando o no un libro, leo diariamente.

Usted no es un autor con mucha obra publicada, ¿le gustaría haber contado más cosas en este punto del camino?

Por ahora, he publicado siete libros. Estoy terminando de escribir la octava obra. No concibo la poesía como una industria. Soy partidario de la lentitud creativa y me disgusta la verborrea.

¿Cuándo se llamó poeta por primera vez?

Todavía me apura atribuirme la palabra poeta.

No soy obediente a los tópicos, sino que reconozco mi deuda a seres anónimos cuyas vidas me han guiado

¿Qué encuentra en el poema en prosa que no halla en el verso?

Una respiración más libre. Cuando compuse el primer poema en prosa de Los hombres intermitentes, sentí que rompía unos límites demasiado estrechos. Aún perdura, al menos en España, una concepción conservadora de lo poético. Solamente se le asigna el espacio del verso. Me parece una idea antipoética.

¿Cuánto pesa su biografía en su obra?

Mucho. Le diré que, de una manera u otra, todo lo que redacto está vivido. Incluso los textos que parecen sólo un producto onírico.

Viendo su obra hasta el momento, ¿a qué suena su poesía?

La primera parte suena a dolor y búsqueda. A una habitación donde me esperan los seres amados que desaparecieron. La segunda parte suena a gratitud.

¿Los marginados tienen preferencia en su poesía?

No me gusta elogiar, desde una distancia pulcra, a los desfavorecidos, sino estar a su lado. No los uso para mis páginas. Con frecuencia, son poesía.

¿Qué ha aprendido de otros poetas?

Como he confesado a menudo, hay una parte importante de mí que ha sido construida por otras personas. Desde niño se me puso la etiqueta de «personalidad fuerte». Relativizo esa definición. Los poetas que escriben con talento me han enseñado la técnica, el idioma selecto, la historia de la literatura. Pero existen poetas que no se expresan con la escritura. Yo he aprendido gracias al regalo de sus gestos sutiles. No soy obediente a los tópicos, sino que reconozco mi deuda a seres anónimos cuyas vidas me han guiado. Esas personas desconocían los sonetos de Shakespeare, pero han sido mis faros poéticos.

¿Qué poema le queda por escribir?

Tengo el proyecto de escribir un tercer conjunto de poemas en prosa. Completará lo iniciado con Los hombres intermitentes y Orquesta de desaparecidos. Guardo anotadas algunas líneas sobre temas fundamentales en mi biografía. Ignoro el resto. Dependerá de las circunstancias de mi vida.

 

Escritorio de Francisco Javier Irazoki. Fotografía de él mismo.

Escritorio de Francisco Javier Irazoki. Fotografía de él mismo.

La bondad es una conquista intelectual

¿Le hubiera gustado ser músico?

Sí. Soy un músico fallido que se refugia en las palabras. Logré muy buenas calificaciones en el conservatorio, pero aprendí tarde la escritura musical. Aunque mis trabajos académicos sonasen bien, no me contenían. Y la música no puede ser sólo una perfección helada.

Su tono de voz es dulce, esquiva el enfrentamiento, se nutre del diálogo y su cuerpo es menudo. ¿Cuántas veces se ha sentido fuera de lugar en esta sociedad?

Pronto conseguí defenderme. Me han acompañado hombres y mujeres de sensibilidad admirable. En mi tiempo breve no hay sitio para ninguna colección de heridas y reproches. ¿Cómo evito las injusticias? Intentando no participar en ellas.

¿Sigue creyendo que para ser bueno hay que ser muy inteligente?

Opino que la bondad es una conquista intelectual. Las mejores personas que he conocido decidieron a solas, sin recompensas sociales, su rectitud ética. A cambio de su comportamiento, no piden dejar de ser efímeras. Coinciden en un homenaje a la existencia que las consume. Intuyo que a veces confundimos la bondad con una mansedumbre natural.

¿La enfermedad es peor que la muerte?

Con frecuencia, sí. Algunos de mis familiares han muerto después de largas enfermedades. Conocí ese tipo de dolor cuando era adolescente. Son imágenes que me hicieron viejo antes de llegar a la edad adulta. No me permití el lujo de la amargura en la juventud. Al revés, quise exprimir el tiempo, celebrar cada minuto. Las humillaciones de la enfermedad fueron una escuela. Y busqué mis respuestas.

¿La intolerancia es la peor enfermedad de una sociedad?

Pienso que la intolerancia tiene un origen claro: la falta de empatía. En el siglo XX se comprobó hasta qué abismos podemos descencer. Los avances técnicos unidos a las dictaduras políticas produjeron la industrialización de la muerte. Sin embargo, apenas hemos aprendido de tanto terror. Regresan las tentaciones oscuras: el orgullo identitario, la altivez económica, la demagogia coreada, la charlatanería xenófoba, el menosprecio de las libertades.

¿Un poeta puede explicar mejor la muerte?

Honradamente, no.