Variadas son las ejecuciones de lo dantesco y variadas también nuestras respuestas. Pero el hecho adquiere matices nada desdeñables cuando dichas réplicas se llevan a cabo en los espacios de visibilización por excelencia: las redes sociales. Gritos, condolencias, insultos, condenas, reflexiones concienzudas y silencios, normalmente no malintencionados, sino del cariz del enmudecimiento.

Con respecto a este asunto, cada vez surgen más voces desde el propio seno de las sociedades occidentales indignadas con una manera de actuar eurocentrista: los hashtag #PrayForParis o la aplicación para colocar la bandera de Francia en nuestra foto de perfil de facebook y el olvido, omisión o indiferencia ante catástrofes semejantes en países alejados de nuestros dominios culturales y geográficos. Sin embargo, ¿es este el mejor momento para juzgar a alguien sobre la decisión de haber tomado una de tantas posibilidades de contestación y comprensión al sinsentido —cuando responder y entender parecen formar parte de un mismo movimiento de la mente?

Sin que sea justificable, parece natural que se multipliquen, por instinto, los gestos de solidaridad cuando estas barbaridades ocurren en un país vecino, cercano, tanto por la razón de que lo que está cerca nos asusta más como por cierto sentimiento de pertenencia cultural —¿en estos momentos alguien puede dudar que existe un sentimiento, o sufrimiento, europeo? Aunque el ejemplo pueda ser algo simple, no por ello resulta menos auténtico: a todos nos duele más un esguince de tobillo de nuestro pie que una pierna rota de un amigo e incluso que la amputación de un hombre que jamás conoceremos a 30 000 kilómetros de distancia.

Enrabietarse ante esta parcialidad tan humana como inhumana resulta también justificable, pero, dadas las circunstancias, no parece lo más oportuno crear nuevos enfrentamientos, especialmente entre aquellos que debemos unirnos más que nunca. Antes al contrario, prima atender a estos dos puntos, en su orden correspondiente:

En primer lugar, respétese, siempre de unos límites, la manifestación popular, pues no creo que ninguno de nosotros sea lo suficientemente sabio como para establecer cuál es la configuración más idónea que debe conformar el rito de duelo. De hecho, la espontaneidad está —como digo, hasta ciertos límites— más que disculpada en estas ocasiones: ¿dónde, si no, lo estaría? Más que elegir una respuesta, de ira, empatía, indignación, tristeza o temor, la respuesta nos elige a nosotros.

En segundo lugar, enséñese a tomar conciencia global —si acaso es posible, porque desde luego no resulta fácil y quien lo crea miente o ha pensado poco— y antes que perder el tiempo en tuits y estados en los que ejecutamos un alarde de superioridad por preocuparnos también por los asesinados en Iraq o Bangladesh, recomendemos públicamente hacer un esfuerzo diario por no olvidar al conjunto de las víctimas, sea cual sea su etnia, país o religión, especialmente en los casos en los que los medios de comunicación ayudan a omitir, por cuestiones varias, noticias de tal calado. Lo contrario, el ataque ofuscado contra nuestros compatriotas, congéneres, o como quieran llamarlo, aunque a menor escala, no deja de ser una nueva invitación a la pugna con el otro y, en ningún caso, el principio de una solución que ansiamos desesperadamente.

Aprendamos también, escarbemos en nuestras entrañas: donde algunos en dichos hashtags ven una reacción ignorante o incompleta quizás exista un sentimiento más sincero de con-dolencia.