
El concepto de «aldea global» ha sido acuñado y dado a conocer por el sociólogo canadiense Marshall McLuhan. A grandes rasgos, se refiere a la hiperconexión que los avances tecnológicos nos han permitido. El periodista polaco, Ryszard Kapuściński escribe, por otra parte, y después de viajar por gran parte del mundo, lo siguiente:
No, no vivimos en una aldea global, sino en una metrópoli global, o más bien en una estación de ferrocarril o de metro global por la que pasa el enjambre de «la multitud solitaria» de David Riesman, formada por personas ajetreadas y con los nervios destrozados que, indiferentes unas hacia otras, no desean una aproximación ni un acercamiento mutuo.
Por otro lado, el antropólogo francés, Marc Augé acuñó el concepto de «no-lugar», con el que se refiere a lugares de tránsito, que no tienen la suficiente relevancia para considerarse como «lugares» por ser espacios sin cualidad de lugar, sin identidad, historia ni forma: espacios de paso.
Si seguimos con Kapuściński en que vivimos en una «estación de ferrocarril global», y con Augé en que este tipo de espacios de tránsito son no-lugares, podemos llegar a la fatalista conclusión de que estamos uniformando el mundo de manera que vamos a terminar convirtiéndolo todo en un espacio de paso, un no-lugar sin identidad y distanciado de su historia. En repetidas ocasiones he sentido que caminaba por las mismas calles en las grandes ciudades: Madrid, Berlín, Atenas, todas ellas plagadas de espacios despersonalizados, con las mismas tiendas repartidas más o menos de la misma manera y —quizás con suerte esté a la vista— solo de fondo un monumento distinto, sea el Partenón o la Torre Eiffel.
Cadenas de hoteles, de supermercados, de restaurantes que se expanden ofreciendo el mismo servicio, los mismos sabores y la misma decoración en todas las ciudades. Personalmente, me atormenta entrar en franquicias reconocibles a distancia, sin ninguna singularidad. Me gusta descubrir algo nuevo, algo con personalidad y una historia, algo de unicidad. Me cuesta entender qué sentido tiene viajar por el mundo para ir a un McDonalds que me ofrecerá lo mismo que tengo a dos minutos de casa. Para mí, el viaje y el movimiento implican descubrir, conocer.
Una amiga me comentó alguna vez que, cuando se movía durante mucho tiempo por diferentes ciudades, trabajando y durmiendo en un sitio diferente cada noche por meses, le resultaba un descanso y una satisfacción llegar a un hotel de la misma cadena, porque ofrecía precisamente la misma decoración y el mismo espacio en un lugar diferente del planeta, cada vez. Encontraba una «réplica del hogar» en cada una de las distintas ciudades que visitaba, encontraba la misma comida y los mismos sabores, lograba que su mente se calmara un poco ante la constante novedad de estar cambiando de ciudad cada día, durante meses.
El no-lugar nos ofrece la facilidad de que, una vez nos identificamos con él, podemos sentirnos «como en casa», y encontrarlo replicado alrededor del mundo. Esto funciona para quienes quieren la tranquilidad de viajar sin estar viajando, de encontrar siempre su misma visión y no preguntar, escuchar, comprender otra perspectiva con la que enriquecerse.
Y la verdad es que, a pesar de todos los progresos en materia de comunicación, nuestro conocimiento mutuo —contrariamente a los mitos que corren— sigue siendo superficial, cuando no nulo. Hoy sabemos que sería difícil encontrar una metáfora más falsa que la macluhaniana «aldea global». Pues en su esencia aldea significa proximidad —física, familiar y emocional—, calor humano e intimidad, copresencia y convivencia, compasión y comunión.
¿Cómo vivimos en este no-lugar global, cada vez más uniforme y expandido? La relación en esta gran metrópoli planetaria es que, en la mayoría de los casos, las personas caminan velozmente de un lugar a otro estableciendo las mismas relaciones que quienes comparten un vagón de metro.
La globalización nos da las posibilidades para llegar a lo profundo, pero elegimos lo superficial. Ese espacio que es, automáticamente, de todos y de ninguno, porque tiene rasgos artificiales, irrelevantes, vacíos de significado. Es un lugar no comprometido, no comprensivo, que busca simplificar la realidad. Las relaciones, entonces, se vuelven frías, superficiales, distantes del conocimiento del otro que podríamos tener y aprovechar tomando en cuenta que estamos a un click de alguien al otro lado del mundo, que podría compartir una cosmovisión completamente distinta con nosotros. Pero, ¿queremos comprender? ¿Queremos ahondar en ello? Aumentar el reino de los no-lugares simplifica el esfuerzo, nos permite conformarnos con la superficialidad y lo cómodo: la réplica globalizada. ¿Qué sucede, entonces, con la proximidad y la profundidad? Son una decisión del viajero, que opta por la «copresencia», la convivencia y la comunión entre él y los otros que vagan en las grandes urbes que, cada vez más, parecen ser un «copia y pega» a lo largo del planeta. ¿Hay alternativa?