
La fotografía post mortem fue una práctica fotográfica muy extendida desde mediados del siglo XIX hasta mediados del XX. Consistía en vestir y peinar un cadáver con la que había sido su ropa y su estilo, y hacerle partícipe de un último retrato grupal o individual. El difunto podía ser colocado simulando estar vivo, dormido (sobre todo niños) o, sin más, en su lecho de muerte (algo muy común en México).
No me sorprende la reacción de rechazo, incluso pavor, de los que por primera vez tienen conocimiento de esta práctica. La muerte —y ahora también el envejecimiento— es algo que hemos preferido alejar de nuestra cotidianeidad para intentar convencernos de que nos es algo ajeno que no va a llegar.
Y te das cuenta de que todos los escaparates brillantes, todas las modelos de los catálogos, todos los colores, las ofertas, las recetas, Martha Stewart, el Día de Acción de Gracias, las películas de Julia Roberts, las montañas de comida grasienta, intentan alejarnos de la muerte. Nadie piensa en la muerte en un supermercado.
Mi vida sin mí, Isabel Coixet
Lo paradójico de la invención de esta sociedad de consumo salvaje, que palia la angustia por el paso del tiempo y el inevitable final (y que tanto criticamos pero seguimos manteniendo), es que está sustentada en la idea de la muerte, real o simbólica. Vivimos rodeados de fallecimientos: porque el móvil, ordenador o cámara que compramos el año pasado ya no sirven, su período útil terminó. Y la ropa que llevamos, la comida que comemos, o las drogas que consumimos dejan también a su paso muertes reales, y vidas muy cortas. La desaparición es el estado natural de todo lo que en algún momento existió. Por mucho que no la aceptemos, esta idea se manifestará de una manera u otra.
Como no queremos identificarnos con ellos, hemos dejado de retratar a nuestros muertos y, en su lugar, fotografiamos a nuestro desayuno. Sobreexponemos nuestra imagen y la de nuestro entorno porque es más fácil y psicológicamente agradecido mantener recuerdos vacuos. La fotografía post mortem no sólo ha quedado como un documento inquietante para el espectador del siglo XXI —no hay que olvidar que esta técnica está inspirada en los memento mori (recuerda que eres mortal), retratos póstumos del Renacimiento, y se desarrolla durante el Romanticismo, movimiento idealizador del individuo— sino que es también una prueba de que nuestros antepasados mantenían una relación más cercana con el deceso. Las tasas de mortalidad eran más altas y la gente fallecía en sus hogares. Eran conscientes de la muerte como algo doloroso, pero también natural e inevitable.
El motivo principal de hacerse fotografías con difuntos no es que es aceptaran la muerte como algo normal, sino que en aquellos años la fotografía era un artículo de lujo. El momento de la muerte de un familiar era el momento clave para rebuscar en los ahorros y pagar como se pudiera una fotografía del ser perdido. El deseo de recordar al familiar muerto era el principal motivo.
No creo que se pueda banalizar el sufrimiento de las personas de otra época ni otras culturas. El sufrimiento siempre ha existido y siempre existirá. En lugar de plantear que antes la muerte se aceptaba mejor, es más coherente pensar en si antes se podían permitir el lujo de llorarle a la muerte. Cuando tienes que trabajar 18 horas al día y alimentar y cuidar a una familia numerosa, no te puedes permitir llorar a un ser querido.
En ningún punto del artículo hablo de la aceptación de la muerte como motivo principal de los post mortem, Nuria, ni desde luego banalizo el sufrimiento de esta o cualquier otra época. Es un ejemplo, como podría haber tantos otros, de cómo nos hemos alejado del estado natural y lo hemos sustituído por las fantasías materiales de la sociedad de consumo. Y no creo que haya cuestiones más “coherentes” de analizar que otras, tu punto de vista es tan válido como el mío.