Dicen que la belleza está en la mirada.

En la mirada de quien observa. ¿Y si la gente deja de mirar?

Holy Motors, Leos Carax

Por Mario Aznar Pérez.

¿Cuántas veces hemos caminado ensimismados hasta que la modesta fosforescencia de un cartelito naranja, amarillo o verde ha llamado nuestra atención? Anclado en la puerta de un edificio de viviendas, el letrero reza: «se vende apto. 80 m2, reformado y amueblado, 2 hab. 1 baño, todo exterior», y a continuación, la sentencia: «razón: portería».

Razón: portería… En un primer momento nos vemos tentados a entrar, a preguntar por el portero, quien, como el barquero del Hades, se ha convertido en un intermediario imprescindible cuando se trata de este tipo de transacciones. «¿Le interesaría comprar este apartamento? Si es así, entonces pregunte por el portero». Sin embargo, un brevísimo relámpago de lucidez nos detiene. Razón: portería…

¿Razón de qué? ¿Razón de quién? Si lo que se vende no es un inmueble, sino grandes partidas de cultura envasada y lista para consumir, ¿de qué es depositario el portero? y ¿cuántos serán los óbolos de oro que deberemos pagar a este particular Caronte? Mejor, de euros a óbolos, ¿el cambio será al alza o a la baja? ¿Perderemos dinero? ¿Ganaremos algo? Sí, cultura. Se vende cultura. Razón: […]

Los puntos suspensivos representan el vértigo de un silencio que nos interpela, que nos pregunta por las razones de nuestro presente: el presente de nuestra cultura, en el sentido restringido del desarrollo artístico y científico de una época. Si bien sería relativamente fácil escribir sobre la industria cultural, el circuito hollywoodense, las discográficas multinacionales o los gigantes del mundo editorial, la cuestión que nos inquieta pertenece a la esfera de lo humano, de las relaciones estrictamente humanas con la cultura, más allá de esa dimensión económica que todo lo tiñe de un color amarillo deslucido.

La cultura está en venta y no sabemos por qué. No hay intercambio, no hay verdadero enriquecimiento. La mercantilización de la cultura es tan solo la epidermis del juego de inconsciencias que posibilita la disolución del criterio y la voz propia, del sentido transgresor que el conocimiento y el arte siempre pretendieron invocar. La moda es el uso y el modo común, el gusto colectivo que anula la diferencia, y la cultura está de moda. Increíble pero cierto.

Algo empezó a ir mal cuando el pincho estrella de un bar de tapas pudo llamarse Le bateau ivre. Pienso en todas esas citas literarias que llenan los «muros» de Facebook o las cuentas de Twitter, pienso en tazas, camisetas, azucarillos, agendas, posavasos y demás nuevos soportes de una cultura desarraigada y totalmente automatizada. Y no, no me rindo a esa falacia de la difusión digital sin ánimo de lucro, como la que tiene lugar en algunas redes sociales de alcance mundial, cuyos dueños, claro, no amasan fortunas con el contenido que nosotros –Quijotes de una cultura libre y gratuita– volcamos en sus democráticos servidores sin fondo.

Cuando pensamos en capitalismo pensamos en compañías multinacionales como Coca-Cola y Nike, en fábricas textiles con mano de obra esclava e infantil, en la industria de Disney o en los insondables tentáculos de Google. Sin embargo, nuestra sociedad vive desde hace demasiado tiempo la eclosión de una nueva forma de capitalismo. Pero ¿puede una eclosión tener carácter durativo? Al parecer, sí. Son los huevos de Godzilla agrietándose en bucle a lo largo y ancho de oscuras cloacas.

La fórmula de la «eclosión», del íncipit infinito, es, además de engañosa, harto confortable. Dicho con otras palabras: la idea de que algo malo está empezando a suceder nos salva de pensar que algo malo está sucediendo o ha sucedido ya. Si bien sería mucho más sencillo sumarse al club de los malos comienzos, aquí y ahora quiero evidenciar la mezquindad de ese siniestro portero que lleva ya muchas mentiras vendidas, pues, señores, ya no podemos escudarnos tras los primeros brotes del desastre. El niño ha crecido y tiene barba. Los presagios tienen fecha de caducidad y esa fecha la marcamos nosotros.

En la segunda acepción del término cultura que propone el Diccionario de la Real Academia Española, leemos: «conjunto de conocimientos que permite a alguien desarrollar su juicio crítico». Este juicio crítico no es otra cosa que la herramienta principal del discernimiento, que nos permite distinguir algo de otra cosa que no es ese algo. Ahora bien, si ese «conjunto de conocimientos», esa cultura, es la misma para todos, ¿no estaremos anulando así nuestra capacidad para discernir, para valorar y, en última instancia, para conocer y entender el mundo que nos rodea? Veámoslo desde otro ángulo: si todos vamos al mismo restaurante y comemos del mismo plato de gambas en mal estado, ¿no saldremos todos con una enorme, idéntica y colectiva intoxicación?

«Lo que fue, eso será, y lo que se hizo, eso se hará; no hay nada nuevo bajo el sol» (Eclesiastés 1:9). La desaparición del carácter sagrado de la obra de arte, lo que hacía de ella algo único e irrepetible, es algo que los libros de Historia recogen ya desde hace tiempo. Más de quinientos años atrás, la invención de la imprenta moderna de Gutenberg comenzó a socavar de algún modo remoto e involuntario las posibilidades futuras de la cultura como base del discernimiento. Sin embargo, nuestra sociedad aún habría de esperar para asistir al momento álgido de este relato de funerales y desapariciones; momento en el que el «aura», que según Walter Benjamin caracterizaba a la obra de arte, entonó finalmente su canto del cisne.

Cuando termina la II Guerra Mundial, la consolidación del capitalismo moderno abre una nueva etapa en el mundo de la cultura occidental. Entre los años ’50 y ’60 del siglo XX, se suceden tres fenómenos fundamentales para la transformación de la sociedad que todos nosotros hemos heredado: la difusión de los medios de comunicación de masas, la escolarización obligatoria y la industrialización de la cultura como otro bien de consumo más.

De entre toda esta maraña surge la figura del «intelectual tecnócrata». Una figura que se integra en el mundo editorial, en la universidad o en los medios de comunicación, alejándose progresivamente de ese intelectual humanista responsable de la transmisión de valores e ideas, es decir, el promotor de una ética y una estética referenciales. De este modo, al mismo tiempo que el intelectual se «libera» de su condena como individuo marginal, también pierde su función social e incluso sus inciertos privilegios de clase. Se desarrollan, entonces, las figuras del novelista que trabaja en un periódico, del pintor que se gana la vida como publicista, del arquitecto que diseña sillas y del músico que arregla bandas sonoras para series de televisión.

(Antes de continuar, considero pertinente advertir que mi propósito no es deslegitimar los varios oficios de cada quién, ni decir que es la primera vez en la historia que se da esta partición de tareas. Más allá de conclusiones fáciles que pueden llevarnos a engaño, he pretendido recordar que, a partir de un momento dado, los productos artísticos pasan a formar parte de la cadena de montaje y que esto representa la contaminación del hecho creativo por factores que nada tienen que ver con él –o que le son abiertamente adversos–, afectando incluso a la reconfiguración de los criterios de valor: ¿la belleza? ¿la utilidad? ¿la rentabilidad?).

Desde el momento en que la labor intelectual pierde su especificidad (eufemismo de confianza, prestigio y dignidad), se desvanece la figura del tutor que puede ayudarnos a salir de la caverna. La relación entre maestro y discípulo –con todas sus variantes– se volatiliza e incluso se desprecia, y el ciego individualismo autodidacta prepara el terreno para una cancha en la que todos somos el delantero estrella o el capitán del equipo. ¿Quién no quiere llevar la pelota y controlar el juego? Hoy, más que nunca, estamos convencidos de que hace falta una paradójica vanguardia de masas, como promulgaron Warhol y compañía en los EE. UU. cuando la idea todavía revestía tintes de inconformismo.

En esta sociedad un tanto autista –que me perdonen, siempre, los autistas– hay quien ha entendido de forma literal la metáfora con la que decimos que alguien es «punta de lanza», es decir, que abre paso, que va por delante, y piensan: «a cada lanza le corresponde una punta, ergo todos podemos ser punta de lanza». Así que ahora todos vamos por delante, pero ¿de qué? Es así como se entiende que haya desaparecido del panorama internacional la figura del escritor intelectual, con una amplia cultura, una visión compleja del mundo y una propuesta ética —además de estética— en favor de otra figura que todos conocemos y a la que todos, en cierto modo, llevamos dentro: el pseudointelectual, «opinador» de afición y profesión, que se dedica impunemente a difundir sus ideas precocinadas desde los distintos medios de comunicación de masas.

En esta ocasión se contradice el principio matemático según el cual (+) x (+) = (+). Cuando se trata de pensamiento crítico, a la suma desaforada de opiniones corresponde un descenso considerable de su efectividad, ya que lo criticado acaba por engullir y enmudecer los intentos de subversión. Como ha señalado recientemente el filósofo Daniel Innerarity, cuando hoy se critica algún aspecto de la realidad, debemos contar con la solidaridad hacia nuestra causa de al menos una parte de la facción que es objeto de nuestra crítica. Una metáfora que puede servir para ilustrar este perverso fenómeno es la del ruido blanco, que en acústica hace referencia a la señal que contiene todas las frecuencias a la misma potencia, anulándose entre sí. La imagen de esta pesadilla real es la nieve que murmura y tiembla en la pantalla de un televisor analógico sintonizado en un canal sin señal. Si todos, todos los días, nos manifestáramos contra la norma, contra el poder establecido, contra ese fantasma al que llamamos Sistema, ¿no haríamos de nuestra crítica una norma, un sistema, o incluso un fantasma?

Ya en 1964, una de las principales figuras de la Escuela de Frankfurt, Herbert Marcuse, escribió El hombre unidimensional. En este ensayo –que hoy consideramos clásico y, por extensión y confusión de algunos, ya superado– el pensador alemán denunciaba con increíble lucidez la tramoya de las sociedades industriales avanzadas, al mismo tiempo que criticaba la mercantilización de la cultura como herramienta para crear un universo unidimensional, homogéneo, sin lugar para el pensamiento crítico, el debate o la oposición ideológica. Tras el avance feroz del consumismo y la cosificación de toda idea –susceptible de ser comprada y vendida– Marcuse profetizó la llegada de un individuo con «encefalograma plano», castrado intelectualmente, socialmente impotente, para el que «la autonomía y la espontaneidad no tienen sentido en su mundo prefabricado de prejuicios y de opiniones preconcebidas».

    Ha llovido mucho –aunque quizá no lo suficiente– entre nuestros días y aquellos años sesenta de brutal desarrollo económico, teorías críticas y revueltas estudiantiles. Si Pier Paolo Pasolini distinguía entre una sociedad preindustrial que necesitaba hombres fuertes (por lo que reprimía y censuraba a sus mujeres) y una sociedad industrial que necesitaba hombres débiles (por lo que favorecía la lujuria y la «libertad» sexual), hoy podemos afirmar sin arriesgar demasiado que nuestra sociedad postindustrial necesita hombres y mujeres felices, hombres y mujeres que crean ser felices.

Nuestro presente, en el que la búsqueda de la felicidad se ha convertido en una cuestión obligada, ha elegido la consolidación de una satisfacción permanente e inamovible como uno de sus objetivos programáticos. El hombre unidimensional que criticaba Marcuse es hoy, además, un hombre contento, que no se queja, que no protesta; un participante más de esa «industria de la felicidad» que ha estudiado William Davies y en la que todos, voluntaria o involuntariamente, estamos felizmente incluidos. De fondo, la voz ronca y agónica del superordenador Alpha 60: «The essence of the so-called capitalist world or the communist world, is not an evil volition to subject their people by the power of indoctrination or the power of finance; but simple the natural ambition of any organization to plan all its actions».

Aunque pudiera parecerlo, esta industria de la felicidad no es incompatible con la queja y la indignación. Muy al contrario, necesita de un estado de protesta generalizado para sanear ese error de fábrica que nos hace ligeramente inconformistas. ¿De qué manera? No es difícil adivinarlo. En todos los hogares de este país, no hay día en que encendamos la televisión y no aparezcan comentaristas encendidos. Los informativos y las tertulias políticas retratan cotidianamente una realidad nefasta, donde mujeres asesinadas, catástrofes naturales, matanzas injustificadas, casos de corrupción política y refugiados de guerra son el pan nuestro de cada día. Cualquier noticia y cualquier debate mediático inducen a un estado de continua protesta, de continua indignación. Pero como sucede con todos los estados que son mantenidos en el tiempo, la irritación y el descontento no encuentran una vía de escape factible y acaban por ser reabsorbidos por nuestro propio organismo. Uno enciende la televisión y asiste a una sucesión inmoral de imágenes totalmente aleatoria, que no responde a una lógica, a una ética ni a una necesidad práctica: nombramiento del nuevo ministro de Economía—atentado terrorista en Egipto–joven violada y asesinada en un pueblo de Galicia–apertura del Primark más grande del universo–bombardeos rusos en Siria–Donald Trump en la Casa Blanca–hoolingans detenidos en Madrid–evolución del caso Gürtel–inundaciones en el estado de Lousiana–involución del caso Gürtel…

Por regla general, apenas nos detenemos a pensar con qué facilidad normalizamos/banalizamos una serie de situaciones a priori insoportables. Nuestro cerebro no es capaz de procesar tanta indignación, cerramos los puños, decimos «joder, cómo está el mundo», apagamos la televisión y seguimos cenando. Entonces es cuando se cierra el círculo y el potencial crítico implosiona. No es necesario que nos detengamos sobre otros casos similares, aunque sí sería interesante revisar las páginas que seguimos en Facebook —por ejemplo— tan enfadadas con el mundo, tan change.org: me gusta, comparto, cópialo en tu muro y verás, es «magia borrás».

Como se sabe, el habitante de una gran ciudad hace caso omiso de un porcentaje altísimo de estímulos, a los que si prestara atención saturarían su capacidad empática hasta llevarlo a la locura. Ahora bien, si es cierto que nuestro instinto de supervivencia exige que descartemos todo un abanico de percepciones e interrogantes con cuya responsabilidad apenas podríamos cargar, es más cierto que medios de comunicación tan difundidos como la televisión (obra de periodistas, no de entes abstractos) tienen una gran parte de responsabilidad en el juego retorcido de inocular la dosis justa e inofensiva de inconformismo que necesitamos para conciliar nuestra plácido y desentendido sueño.

Esta cara de la moneda, la que nos deja creer que «todo va a estallar de un momento a otro, pero no», es la que posibilita la instauración del feliz régimen de Mary Poppins. Desde mi humilde punto de vista, el interrogante clave, la piedra angular de esta reflexión, la cuestión que de verdad debería perturbarnos es: ¿Quién teme a Mr. Wonderful? Sí, ese ejército de coloridas tazas de desayuno con inscripciones que nos alegran el día, esos calendarios bien decorados que incluyen un adhesivo para ilustrar cada una de nuestras actividades «previstas», esas agendas con maravillosas y edulcoradas frases motivacionales… Con este tipo de productos se completa la parábola que va desde los libros de autoayuda superventas al preocupante éxito internacional del couching profesional. Se prohíben la melancolía, la nostalgia, la frustración… Como escribió Xhelazz en una de sus mejores canciones, «para salir bien en la foto, uno tiene que poner cara de otro».

El universo de los chamanes autoproclamados y de los sofisticados profetas del bienestar y la felicidad se expande bajo el amparo del escepticismo. El descrédito general en el avance científico, que sólo entendemos bajo el lanzamiento de un nuevo iPhone, nos ha llevado al menosprecio —cuando no al más absoluto y rotundo olvido— de la importancia de una disciplina experimental como es la psicología. Al mismo tiempo, el abandono de las ciencias humanas —si es que alguna vez fueron bien acogidas— ha justificado la difusión de una pseudocultura hecha de retales, fachadas y máscaras que, como los vampiros, no se reflejan en los espejos, sino que sirven únicamente para posar en selfies y alimentar insulsas publicaciones de Instagram.

De la misma manera que uno bebe agua en un vaso sin saber quién embotelló el agua ni quién diseñó el vaso, hoy vestimos camisetas de John Lennon y compañía sin saber quiénes son aquellos melenudos tan fotogénicos. Esta historia tampoco es nueva. The Beatles, como un verdadero fenómeno de masas, ha pasado a formar parte de la mitología moderna y del imaginario colectivo. Sin embargo, aún inquieta y sorprende que la gente guarde sus cosas en bolsas de tela que llevan escritas frases de Melville o de Cortázar, que tomen notas en cuadernos adornados con frases de Proust o de Kafka, o que sencillamente compartan en Facebook frases de Walser manipuladas por Vila-Matas.

Esto último, hay que admitirlo, es muy borgiano y tiene su gracia. Todos somos Homero, todos somos Shakespeare, y la cultura, como Dios, está en todos. No me opongo a la democratización de la cultura –sea lo que sea que esto signifique–, sino al sistemático drenaje de su significación. El problema no descansa en que la cultura esté en manos de la mayoría, sino en qué tipo de cultura es la que está en manos de la mayoría. Pues si antes podíamos hablar de una cultura enfrentada a los fines materiales y utilitarios del sistema, hoy la cultura representa una parte esencial del mismo. Como ha escrito Terry Eagleton: «Lejos de aportar un antídoto al poder, resulta que es profundamente cómplice de él».

Si alguien se digna a leer estas palabras, aunque sea por error, y tiene además la perseverancia de llegar hasta este mismo punto, podrá reunir, al menos, dos conclusiones profundamente contradictorias:

  1. Qué bien, con las redes sociales, la gente (los jóvenes, siempre se piensa en los jóvenes) escriben más, y si encima copian indistintamente frases de Nabokov, Krishnamurti y García Márquez, pues eso que se llevan. Mejor que estar todo el día con los videojuegos, drogándose o practicando sexo sin preservativo.
  2. Las páginas webs de contenidos reciclados; la avalancha de citas y sentencias indiferenciadas y sacadas de contexto; la difusión sesgada de información y opiniones varias; la sobreinformación que es desinformación… Todo esto y más son algunas de las consecuencias de esta cultura en venta que se despliega en forma de vacuna.

Se venden inyecciones de cultura: rápidas, indoloras, inocuas. Parches educativos que le ayudarán a desarrollar una conciencia estética tan limitada, superficial y equivocada como la palabra «esteticien».

Habrá quien se confunda y piense que estoy haciendo un triste alegato de la cultura analógica, las tertulias de café sobre temas elevados o los libros de texto en blanco y negro. Pero es que hay un abismo entre aquellos manuales hostiles de gramática francesa que utilizaban nuestros abuelos y esos otros libros de texto en colorines en los que viene subrayada, esquematizada y encuadrada cada palabra importante, cada concepto memorable. Igualmente, habrá quien pueda leer en mis palabras un ataque a la difusión gratuita de la cultura, o incluso quien considere que no defiendo la libertad de expresión de todo hijo de vecino. Habida cuenta de que suponer la existencia de más de dos lectores para este texto es ya una utopía, no tengo mucho más que decir al respecto, pues implicaría empezar a copiar mis palabras desde el principio. Wikipedia está bien, Wikiquote está bien, pero, por favor, no aceptemos caramelos de extraños.

Roland Barthes habló mucho antes y mejor que yo de esa paz cultural que nos envuelve y que cubre de consenso una realidad bastante más compleja. Esa pax culturalis no es otra cosa que la enorme falacia según la cual en esta buena y misericordiosa democracia todos poseemos una cultura común. Es entonces, bajo este falso palio unificador, cuando estalla la guerra de los lenguajes. «En la cultura [escribe Barthes] siempre hay una parte del lenguaje que el otro (o sea, yo) no comprende». Los resultados de esta realidad, que separa entre sí a los hombres y que también a nosotros mismos nos acaba fracturando, están muy cerca de la locura; de una tensión que palpita como un animal bajo las aguas tranquilas de la ignorancia y el condicionamiento.

Desde esta óptica, la ilusión de equilibrio e igualdad fomenta la frustración de quien en el fondo padece el más radical de los desequilibrios, el que se deriva de una cultura reflexiva, consciente de sus diferencias y de sus propias limitaciones, y nunca autocomplaciente ante el abismo que la separa de otros lenguajes, de otros juicios, de otros criterios.

Aunque solo sea como hipótesis de trabajo, admitamos por un momento que de forma superficial y sesgada nuestra cultura occidental es compartida. Esto quiere decir que hoy en día la gran mayoría es capaz de comprender, aunque sea a nivel estrictamente comunicativo, el sentido de un mensaje emitido, digamos, otra vez, por televisión. Si yo fuese Roland Barthes y habláramos de la división de los lenguajes en la década de 1970, me vería obligado a advertir que la cultura sólo es compartida y común a nivel del consumo. Es decir, de forma muy general, todos somos iguales cuando se trata de consumir cultura, pero no cuando se trata de producirla. Esta afirmación sería entonces un acto de honradez y de sinceridad para con el lector, pero el estado de cosas, casi medio siglo después, no es exactamente el mismo.

Internet ha revolucionado esta cuestión y hoy todos somos capaces de participar en la cadena de producción cultural, desde que, en teoría, la web 2.0. representa esa ruptura del muro que separaba a productores y a consumidores de contenido. Este hecho, en absoluto intrascendente, arroja una luz peculiar sobre la problemática que trato de ilustrar. Nuestra relación con la cultura es, hoy más que nunca, una relación estrecha, desde el momento en que formamos parte inherente de su sistema de producción. Estamos dentro. Somos cultura.

Los resabios de un sistema de pensamiento jerarquizado aún ponen en nuestras dianas a un enemigo fantasma y todopoderoso. La culpa es de la Sociedad, del Sistema, del Estado, del Poder, de la Moral… Pero ¿quiénes están detrás de esas grandes etiquetas? ¿Los banqueros, los pelirrojos, los judíos? No, señores. La sociedad somos nosotros. El sistema somos nosotros. Ya no hay un afuera del sistema, por lo que darnos la vuelta e irnos en comuna al monte ya no parece una opción viable. Vamos a repetirlo una vez más: Dios ha muerto. La famosa crisis de valores que está en boca de todos no implica necesariamente la desaparición de los valores tradicionales (generosidad, solidaridad, sinceridad…), sino su total «desjerarquización». Nuestros abuelos construyeron una bonita torre de naipes y nosotros hemos heredado un montón de cartas esparcidas sobre la mesa. Esto no hace las cosas imposibles, sólo las hace más difíciles y más interesantes. Esto nos obliga a ser responsables.

En el siglo XV, el humanista italiano Pico della Mirandola escribió en su Discurso sobre la dignidad del hombre que somos seres camaleónicos, nacidos sin una función determinada para que por nosotros mismos podamos elegir si degenerar al nivel de las bestias o si elevarnos hasta el de las divinidades. Estas reflexiones, de claro trasfondo religioso, auspiciaron la potenciación del arte y de las ciencias que los hombres del Renacimiento llevaron a cabo en toda Europa. Conozco a mucha gente que se reiría si le dijeran que su vida está determinada de antemano por fuerzas trascendentes, como Dios o el Destino, pero que no se detienen ni un segundo a pensar qué o quiénes determinan hoy su vida. Una parte importante del problema está, como siempre, en las palabras. Necesitamos nombrar para conocer. Para conocer a nuestro enemigo necesitamos ponerle un nombre, aunque nunca caigamos en la tentación de ponerle nuestro propio nombre, quién sabe si para rehuir la resonancia honda y algo traumática de nuestra responsabilidad.

Una vez escuché decir a Javier Mendieta que la libertad exige compromiso, que tener infinitas opciones y contentarse con ello es ser un borrego («gentes en un exuberante centro comercial, sin dinero para comprar y sin valor para robar»). Igual que el libro existe sólo cuando alguien emprende su lectura, la libertad se realiza en la elección de una opción. En este sentido, nuestra relación con la cultura no puede no ser responsable, desde el momento en que entendamos que el conocimiento y el arte pueden ayudarnos a vivir más plenamente. Podemos imaginar el mundo como un poliedro de innumerables y diminutas facetas. En ese caso, aceptar una cultura a un precio tan bajo —no hablo de dinero— como es la indiferencia, la inercia o el aburrimiento, implica aceptar a cambio una faceta minúscula e insignificante de ese poliedro, una faceta que no elegiremos nosotros y cuyas lindes no nos estará permitido traspasar.

A pesar del panorama, tal vez demasiado apocalíptico, que me he visto obligado a transitar, soy consciente de que vivimos un momento de transición. ¿Hacia dónde? ¿Hacia qué? Quién sabe. No querría arruinar la riqueza de esta pregunta con la precariedad de mis respuestas. Lo que sí está claro es que nuestra concepción de la cultura se mueve, busca nuevos referentes, nuevas fuentes, nuevas metas. Busca, tal vez, un sentido. No sé cuál, pero sí sé —así lo quiero escribir, así lo quiero invocar mediante el más antiguo de los ritos— que no lo encontrará en un cartel fosforescente, ni en una etiqueta promocional, ni en unos grandes almacenes. Quién sabe si aún podrá encontrarlo, tal vez, en la mirada de quien observa.