Uno de los debates eternos sobre la fotografía documental es el límite del fotógrafo: cómo y qué está dispuesto a capturar, con el objetivo de conseguir una buena imagen. Si dicho debate ya corre por las redes con asiduidad, se enciende especialmente en semanas como la pasada, en la que se vuelve a cuestionar qué parte de un suceso es suficiente para saber qué ocurrió, y cuándo la información se convierte en amarillismo.

Para empezar, me gustaría dejar clara mi opinión sobre el papel del fotógrafo en un conflicto, o en una noticia trágica. Su labor profesional es exclusivamente sacar fotografías. No es un médico, no es un voluntario (aunque algunos sí se han ofrecido a ello) y no está allí para salvar vidas. El momento en el que debería bajar la cámara, y si quiere o no ayudar ante la situación que tenga delante, es una decisión exclusivamente suya, que no ha de ser juzgada tan rápido como a veces se hace, porque nadie sabe cómo va a reaccionar, ni las prioridades que va a establecer en un momento límite, hasta que lo está viviendo. El mismo público sediento de imágenes es el que después cuestiona la moral de quienes las han tomado, «¿por qué no intentaste salvar a la niña?», «ayudaste al grupo después de hacer la foto», y un largo etcétera.

Mi pequeño conflicto con una parte de la fotografía documental y periodística no está en ese punto. Lo que me molesta es que, desde hace ya unos años, veo un exceso de muerte en las imágenes de prensa: los fallecidos son casi siempre los protagonistas principales de un suceso. Por supuesto no quiero restar importancia a las vidas perdidas, pero me pregunto hasta qué punto es efectivo mostrarlos a ellos como las únicas víctimas, porque mi impresión es que este enfoque, más que acercarnos a empatizar con lo ocurrido, nos distancia de ello. Desde el 11M no recuerdo haber visto un seguimiento de noticia tan morboso como lo ha sido el del atentado en Niza, y no hacía más que preguntarme el por qué de las fotos de los cadáveres en el asfalto. El espectáculo nunca es informativo, solo es la herramienta perfecta para difundir miedo. La fotografía no debería acobardar, debería encender conciencias, enfadar, formar una ciudadanía activa, pero nunca asustar. Para ello es necesario que los espectadores, a través del lenguaje visual adecuado, empaticen y tomen partido.

Hace unos días acudí a #sinfiltros, exposición colectiva sobre el éxodo de los refugiados sirios. Por supuesto vi fotos de fallecidos y de botes hinchables abarrotados llegando a Lesbos, pero vi también niños jugando, retratos de familia, recién casados, una niña lanzando un beso a cámara, gente llorando y riendo en los mismos escenarios. Vi una mujer, más o menos de mi edad atravesando un río, aterrada, luchando por su vida. Pensé lo que no había pensado con ninguna otra foto: esa podría ser yo. Y sentí más rabia, odio y necesidad de hacer algo que con cualquier otra imagen.

Aunque se trate de un trabajo de ficción, no puedo dejar de recomendar Omar (Hany Abu-Assad, 2013). Lo que podría parecer un simple thriller en medio del conflicto árabe-israelí, es también un recordatorio de que las zonas bélicas no son un territorio de nadie donde la gente se dedica únicamente a sobrevivir a bombardeos y disparos. No escapan a la juventud, a enamorarse y a soñar con otra vida. Podríamos ser ellos.