
Del 09 al 25 de septiembre se ha celebrado en La casa encendida el Festival ÍDEM 2016. Con la mayor parte de la oferta concentrada en los tres fines de semana, ha tenido una variada programación enfocada en promover la inclusión y la diversidad. Este festival internacional de artes escénicas se consolida en su cuarto año consecutivo. Durante diez años (2003-2012), La casa encendida llevó a cabo el Ciclo de artes escénicas y discapacidad. Desde el 2012, el Festival ÍDEM cubre su lugar, generando un espacio para propuestas realizadas en torno a, o por, colectivos en riesgo de exclusión social.
Este año, el Festival ÍDEM continúa estableciendo conexiones con el barrio de Lavapiés (donde está ubicada La casa encendida), generando actividades que buscan involucrar a los vecinos y que quieren tomar en cuenta las comunidades y las calles que allí conviven.
Durante los últimos cuatro años se han encargado de descartar de su título la mención a la discapacidad. En la selección, nos dice Paz Santa Cecilia, su directora artística, prevalece el criterio artístico sobre el social. Antes que nada quiere que dentro del festival exista una calidad artística que, además, tenga relación con los criterios mencionados. La directora piensa, y nos comenta, que «quizás en un tiempo no haya necesidad de un festival específico» para hacer referencia a estos temas, que puedan involucrarse en cualquier programación y en cualquier festival. Podemos preguntarnos, ¿qué tan posible es esto? Siempre existe lo marginado, y siempre es importante conseguir un espacio para que en él se conforme una relación temática, también en relación con lo no-excluido, con lo predominante, para establecer así algunos criterios básicos de igualdad.
De todas formas, después de los primeros diez años, han «dejado de lado» el tema de la discapacidad para dirigirse a nuevos retos, para ir un poco más allá en la inclusión social. La casa encendida cuenta con un departamento de solidaridad en el que sus diversas actividades transversales van constantemente llevándose a cabo. La integración continúa, entonces, de muchas maneras, y el festival es solo una de ellas, una con la que se empieza la temporada después del verano y en la que aprovecha la oportunidad para promover, incluir y difundir obras en esta línea.
¿Hasta qué punto un festival de estas características no se cierra sobre sí mismo? Ahí el difícil equilibrio entre obras, espectadores, interacciones externas, actividades y talleres.
Un festival en movimiento
Paz Santa Cecilia nos comenta que en estos últimos cuatro años, el festival ha trabajado para consolidar su nueva imagen y estilo. Además de las obras, lo que logra es posible verlo en los talleres, siempre diferentes, donde es posible presenciar la transformación. Personas que, por alguna razón, han sido excluidas de la sociedad, encuentran un espacio en el que abrirse y, durante los ensayos, esto se ve: hay cambios en el cuerpo y la mente, hay resistencias contra las que luchar, hay descubrimientos. Es, si se quiere, la magia del teatro: tiene la posibilidad de abrirnos a nosotros mismos.
Lo vemos, de distinta manera, en varias de las obras de teatro seleccionadas por el festival. La experiencia de trabajar en una compañía, de conseguir esa disciplina y esa posibilidad de formar parte de un equipo, mueve algo dentro de los actores que les da vida. Esto puede percibirse de dos formas: con un sentimentalismo barato podemos aprovechar la conmoción de los actores para conmover a los espectadores; o puede quedar para la vida personal del actor que dedica su tiempo, trabajo y energía a la obra, y que el director agradece y puede ver y comentar después de su resultado, fuera de escena. Aquí hay una gran diferencia que vale la pena tomar en cuenta: ¿cómo incluimos al otro? Podemos buscar que se integren dentro de sus limitaciones o podemos hacerlos consolidar un grupo que se mantenga al margen y resulte parte de nuestros intereses. Esto segundo puede ser terriblemente negativo. Es parte de los retos de la integración. ¿Quiénes lo hacen de qué manera? ¿Cómo involucramos apropiadamente todo para que no importe que sea un ciclo «de discapacidad» sino «de artes escénicas», como bien han anunciado en La casa encendida?
Encontrar cada uno su bicho
Ver la diferencia en el trabajo entre compañías extranjeras y compañías locales siempre es una experiencia interesante. Vemos, de forma subyacente, cómo es la interacción, la aceptación, el trato en las distintas compañías entre ellos mismos y, en estos casos, también hacia los discapacitados. ¿No se ve también Madrid un poco atrasada en esto? Quizás tendríamos que aprovechar el momento para preguntárnoslo.
El festival entremezclaba conciertos, talleres y presentaciones con su principal programación teatral. El primer fin de semana contaba con dos conciertos y una proyección audiovisual que nos sensibilizaban en relación con la creación que surge a partir de, y en contraposición a lo inesperado: eso que nos sucede y nos cambia, pero a la vez es también aquello que forja lo que somos. Ahí está la grandeza de quien persiste en una vocación y en un arte. El proyecto DaLaNota y la Música cuántica de Raúl Thais nos muestran la eficiencia de la música para conectarnos con nosotros mismos, para descubrirnos más allá de esos condicionamientos que, sin persistir lo suficiente, podrían desalentarnos de algo que nos obstaculiza continuar.
Bichos, del Dançando com a Diferença group, creado en 2001, nos muestra una coreografía de Rui Lopes Graça basada en la obra homónima de Miguel Torga. Se trata de «un viaje al centro de nuestra identidad que reivindica nuestra naturaleza salvaje», puesto que en cada uno de los animales encontramos, implícita, una lección sobre la vida, una decisión y una manera de vivir. Integrados en la compañía portuguesa, actores con diversas discapacidades se desenvuelven con naturalidad y firmeza, conscientes de su tarea en la obra. Las interpretaciones nos muestran animales de forma colectiva e individual, cada uno encontrando sus atributos a través de la danza, encontrándose en los otros y en sí mismos.
Unas máscaras realistas cubren la cabeza de los personajes durante la función, excepto la de un hombre que nos mira sin naturalidad con una sonrisa suspendida. ¿Quiénes somos entre todos estos Bichos, podemos preguntarnos? ¿Cómo son nuestras interacciones? En la obra, el hombre que colecciona criaturas también busca sus rasgos y sus atributos.
En una de las escenas cruciales, el cuervo parece luchar consigo mismo, mientras un doble, tras de sí en el escenario, se revuelve a su manera procurando imitar los mismos movimientos. ¿Cómo encontramos y reconocemos las reacciones y limitaciones de nuestro cuerpo? ¿Cómo reacciona un cuerpo que no reacciona cuando se empuja hasta sus límites? El actor se busca a sí mismo en el movimiento, su cuerpo parece escaparse de él, y vemos las interpretaciones de él y su doble, marcados por las diferencias, llegar en el arte a un punto común. He ahí el logro y el hallazgo en la obra: sacar el máximo partido de nuestras vidas.
El cuervo, nos cuenta su director Henrique Amoedo, es el único animal que no fue al arca de Noé, que se empeña en seguir su camino individual, y lo mismo le sucede a su actor. No lo vemos en la obra, no se nos cuenta porque no es relevante para el producto terminado pero, conversando fuera del escenario, después de que la representación haya terminado y los intérpretes hayan dado todo de sí, Amoedo nos relata que el proceso de trabajo para llegar a ese resultado fue muy intenso y también se relacionó con eso que es personal. Cada uno de los personajes tenía una razón, un atributo dominante, y al mismo tiempo, cada uno de los artistas tenía sus problemas y sus talentos. Así, el cuervo (Telmo Ferreira) que danza para encontrar su camino en la vida, encontró y superó problemas familiares para rehacer su vida en el teatro.
Rui Lopes Graça, el coreógrafo invitado desde la Compañía Nacional para ayudar con sonido e interpretación, buscó junto con Amoedo cruzar las personalidades de los Bichos con las de sus actores. En el resultado, solo vemos la potencialidad de cada uno expuesta al máximo. No nos pesan sus movimientos, sus habilidades ni sus limitaciones: todo encaja en su lugar para dar los atributos de personajes que, sin hablar, revelan una profundidad más allá del movimiento.
Ensayando durante un mes, de lunes a sábado, unas tres o cuatro horas al día, los personajes encuentran sus gestos y posturas, practican las coreografías y, antes de contárseles la razón, se les asigna el personaje que consideran que se parece más a ellos. Solo luego, cuando entregan las cuidadas máscaras creadas por Robert Allsopp and Associates, se les cuenta por qué y cómo les ha sido asignado cada personaje. La elección es acertada, el esfuerzo y la preparación son notables y la historia, en su despojada sencillez, nos muestra diferencias y similitudes que encuentran armonía cuando cada uno se conoce y reconoce a sí mismo. Tanto así que un toro, interpretado por un actor con ceguera, puede danzar y desplazarse por el escenario con sus compañeros sin que apenas los espectadores podamos notar, por unos sutiles gestos de apoyo, qué su actor no puede ver nada a través de los ojos del toro.
La historia se cuenta a través del cuerpo y resulta fascinante ver que, aunque nada se diga, esta trasciende más allá de sus personajes para hablarnos también de la compañía y, por extensión, de todos nosotros, humanos y animales. Los colores, la música y la danza se integran pertinentemente para expresarnos un logro de integración y trabajo. Incluso con más simpleza, quitando visuales y otras distracciones, los actores por sí mismos tienen la fuerza para hablar de lo que han ido a decir, una vez han logrado y comprendido sus talentos y limitaciones. Una obra pensada en relación a esto, y con un mensaje, logra transmitir aquello que busca. Nos plantea, también, hasta dónde es necesario adaptar el teatro, hasta dónde se puede llegar, y qué tanto se puede desarrollar para los distintos públicos.
Lo sabemos, hay muchos públicos, y en el teatro hay una oferta para todos ellos… ¿o no? Las propuestas interactivas e inclusivas abren la posibilidad de que un público que no puede resistir la antinatural postura de aquel que se sienta en silencio como espectador, encuentre otra manera de percibir una historia, de encontrar en ella otra forma teatral que le cuente un relato. Pero también hay otras opciones. A veces olvidamos que, en la historia del teatro, la variedad de formas y formulaciones ha sido vastísima, que el teatro ha involucrado obras de múltiples maneras, más o menos improvisadas, más o menos variables, incluso más o menos interactivas. La puesta en escena es tan amplia que podemos llegar a afirmar que «all the world’s a stage». En el gran teatro del mundo, pues, borrar los límites es solo una posibilidad más que nos ofrece otra percepción de lo representado, otro acercamiento que despierta en nosotros diferentes impresiones. Su valor no radica, entonces, solo en estar «especialmente diseñada para», sino en retarnos a considerar, dentro de esa propuesta especial, lo que nosotros como espectadores habituales damos por sentado y estamos tan acostumbrados a ver, que nos aletargamos en ese conocimiento.
Una vez más, aquí volvemos sobre el comienzo del artículo. Concuerdo con su directora artística en que no es necesario que esto sea visto como un festival «en torno, por, o para, personas con discapacidad». La calidad artística, el reto, los talentos y diferencias, abren posibilidades extraordinarias en la representación y se atreven incluso a dar una frescura al panorama teatral que vendría bien a obras que siempre están ahí, repitiéndose, sin generar nada.
Marginación y formulaciones políticas y sociales
La segunda semana cuenta con más actividades. Bailar en el agua, durante la semana, se presenta como la propuesta más retadora y, al mismo tiempo, más accesible. «Especialmente diseñada para compartir con espectadores con discapacidad intelectual severa; se trata de un formato especial que produce una estimulación sensorial y emocional mucho más amplia».
Posteriormente, el fin de semana nos habla sobre las comunidades y su integración. Las proyecciones audiovisuales nos hablan de inmigración, movimiento y comunidades que se forman y deforman con el tiempo. ¿Qué tanto nos limita vivir siempre en un mismo sitio y no mirar ni un poco más allá? En la globalidad, con el internet tan a mano, nos sentimos tan cerca de toda posibilidad que vemos eso como un imposible: un imposible mucho más común de lo que probablemente imaginamos. El miedo al otro, el desprecio, la ignorancia, la marginación que no solo crean otros, sino también el mismo que se siente extranjero, pesan con fuerza en representaciones donde no es solo reconocer al otro como un igual, sino que este se reconozca a sí mismo igual en la diferencia. Extranjeros, sí, pero —una vez más volviendo sobre el logro de Bichos— iguales en la diferencia, capaces de reconocer nuestras virtudes y defectos para conocernos y que otros nos conozcan, para apreciarnos y respetarnos dentro de esta variedad.
¿Cómo nos vemos a nosotros mismos, a una persona en silla de ruedas, a un ciego, a una persona con Síndrome de Down, a un extranjero? No negamos la diferencia, no tendría sentido, pero más valioso que despreciarla o rechazarla es reconocer que en ella podemos aprender y crecer, convivir, coexistir. Proyectos como CECI 3.0 nos plantean esa posibilidad: vemos una silla de ruedas vacía que se mueve y nos contacta, ¿la vemos? Está ahí, y también nosotros. Puede ser tan sutil el descubrimiento, la reflexión, y aún así impactarnos.
Incluso cuando lo fingimos, ¿no es así? La obra de teatro Democrazy: how to peel an onion without crying, de la compañía Laroque Hele Weinzierl nos habla de Europa, esa misma (o parecida) Europa de la que nos habló Eliot en La unidad de la cultura europea; bueno, más o menos.
El mensaje y la representación comienzan antes de empezar. Además de pedir las entradas, los asistentes son divididos después de una simple pregunta (¿eres español?) en diversos grupos: tres de ellos apoyarán a partidos políticos de diversos colores, y uno de ellos entrará de último a la representación, no importa el orden en el que sus miembros hayan llegado a la cola. «Por favor, acércate a la mesa del fondo y llena el formulario de inmigración», ordenan. En la mesa, preguntas muy básicas intentan simplificar el complejo problema de un inmigrante: ¿estás casado con una persona española?, ¿habla español?, ¿tiene título académico?, ¿es cristiano? Son algunos de los ejemplos, para finalmente concluir en: «imagina que podrías recibir la nacionalidad con todos sus derechos si solo tuvieses que comer una cebolla cruda, ¿la comerías?» No, es que justo no me gusta la cebolla.
En fin, después de que los recién formados partidos políticos entran, se sientan en los mejores puestos y se les comenta la dinámica; los inmigrantes son invitados a entrar y sentarse en las últimas filas. Entre ellos, en este caso, hay italianos, franceses, latinoamericanos y algún británico. Se siente, igual, el trato diferenciado. ¿Pero qué sienten los otros que han sido sentados y asignados a su partido político? —¿Se lo preguntan, si quiera?— Los actores arengan a sus fans y estos responden con alegría y compromiso: son parte de algo. Apenas miran, reprobatoriamente, a quienes se han quedado como inmigrantes. Parecen preguntarse de dónde serán, y en el grupo de inmigrantes queda la marca de que son diferentes, de que son los que han tenido que esperar y los que han tenido que ir a sentarse al final.
Les ha salido bien la jugada, incluso hay un hombre que, antes de entrar con el último grupo, explica desde la puerta que su pareja está dentro, que lo tienen que dejar entrar. El actor se excusa, le pide que por favor permanezca fuera y que ya lo podrá ver al finalizar la función. La tensión pasa, finalmente, y todo el mundo está ya sentado: hay tres grupos que se han convencido, después de una breve asignación, de que pertenecen a grupos privilegiados, que su grupo es el mejor y que su deber es animar a su líder designado. El cuarto grupo, sin líder, espera en silencio, y se le nota algo intimidado por desconocer ciertas partes de lo que ha sucedido. «Pero…» decían algunos, pero no había nada que decir. Solo se les pedía, como en un aeropuerto, que por favor esperaran allí y llenaran su formulario. Ya hablarían, en algún momento, o no.
La obra empieza con esta tensión establecida y con las relaciones que ya se han creado. Cuatro personajes presentan sus partidos políticos y repiten discursos tan vacíos como los que podríamos escuchar en nuestras televisiones. La compañía es de Austria, y nos preguntamos qué tanto han adaptado la obra (en inglés, con subtítulos) a España para que encajen los partidos políticos o… ¿lo han hecho en lo absoluto? ¿Acaso los políticos repiten realmente discursos similares, sacados de moldes más o menos parecidos (derecha, izquierda, centro, etc.) y que pueden sonar de igual forma en cualquier país del mundo? Eso sería una locura, ¿no? La democracia es diferente, ¿o no?
Los políticos de Austria (o de España, o de Europa) siguen hablando: uno es el más moderno, el más cool; otro el más adinerado, el más empresarial; otra es la más hippie, preocupada por la naturaleza, las alternativas y los animales; otra es una dama de hierro, convencida en que tiene las mejores soluciones. Así, cada uno de ellos construye sus discursos, repite frases hechas, habla de los mismos temas de la forma más políticamente correcta. A medida que avanza la obra, los personajes aumentan su énfasis para animar a sus votantes, y al mismo tiempo, juegan con metáforas del movimiento y del poder, en los que vemos las campañas electorales repitiéndose una tras otra a lo largo de la historia y los países. Van de un lugar a otro, consiguen un privilegio u otro, lo intercambian, lo negocian, parecen entregarse los papeles uno tras otro frente a nosotros. Hablan, y nos muestran que siempre hay más capas tras lo aparente. ¿Y qué pasa cuando quitamos las capas de la cebolla, qué queda tras todas las capas de sus discursos?
Hablan con persistencia y sus discursos se sobreponen el uno al otro, parecen odiarse o amarse por igual, dependiendo de lo que sea más necesario. Comienzan a prometer y nos muestran a los políticos atragantándose con una cebolla: muerden y hablan, cada uno con más entusiasmo, pelan y dicen, se ahogan, sueltan algunas lágrimas, pero persisten: ¿qué nos quiere decir la obra? Aquellos que han entrado como inmigrantes ven todo desde atrás y observan al público aplaudiendo lo que sea que dicen sus políticos (¿no los escuchan?) cuando estos les señalan que hay que aplaudir. No cuestionan. Han venido al teatro, se les ha asignado un rol, y lo cumplen: aplauden al político que se les ha asignado sin importar lo que este diga.
Las palabras, junto con las coreografías, muestran a las figuras políticas en lo público y lo privado ante sus espectadores. La democracia está ciega (o loca, como nos sugiere la compañía), y aunque nada parece tener sentido, todo continúa con su movimiento y el público queda hasta contento de escuchar y de apoyar lo que sea: participación. Los inmigrantes, marginados, miran y, con suerte, cuestionan. Hasta que, en algún momento, buscando una mayoría, los políticos los llaman, los toman en cuenta, los meten en la ecuación; deciden ofrecerles privilegios, dulces (literalmente, en la obra) y alguna otra baratija con tal de venderles (darles, digamos) su voto. Muchos dudan, pero empieza uno y se anima. Se une a un partido y, pocos minutos después, cuando la marcha de la obra se reanuda, este está felizmente aplaudiendo desde su nueva posición en el estrado, no cuestiona nada, no mira hacia atrás.
La mentira está servida, los intercambios entre los actores, los movimientos y los gestos implican negociaciones y políticas: el mensaje es claro, si nos detiene a pensar, a sentirnos fuera, nos muestra un intercambio que desagrada, una carrera en la que todos ellos hacen lo que sea (y siempre más) para conseguir y preservar votos. Si uno se quita la camisa, otro se quita la camisa y los pantalones; y alguien más vendrá a quitárselo todo y, la última persona, al ver que eso es lo necesario, terminará cayendo y hasta traicionándose. ¿Es esto lo que queremos? Un reality show en el que nos dicen lo que queremos oír y se reparten las manzanas entre ellos mientras pelan una cebolla de cara a nosotros. ¿Dónde está la elección? ¿Dónde la inclusión y la igualdad?
Aunque exagerado y vago en momentos, duro en otros, el montaje logra punzar al espectador para invitarlo a pensar sobre lo que está viendo, a comprender los gestos con los que, más allá de palabras, cuentan también la verdad de los discursos vacíos y la política repetida. Las palabras sirven, no para decirnos algo —dicen lo mismo que cualquier discurso— sino para señalarnos la impostura, para hacer que el gesto nos diga: ¿no estás viendo? Te mostramos detrás de sus discursos las acciones que ya conoces, pero que no relacionas. Si esto es la democracia, hemos de estar locos.
Percibir más allá de lo obvio
Estamos acostumbrados a percibir con todos nuestros sentidos, con mayor o menor claridad, y sabemos que cada uno de ellos es estimulado diferentemente con cada obra. Experimentar artísticamente en las posibilidades no solo de percibir, sino también de crear desde la distancia, es algo que merece más interés y reflexión. Es mucho lo que se ha hecho en las artes escénicas para estimular otros sentidos, y en Piano and Dancer, el piano y la bailarina conjugan sus movimientos, siendo esta la que con su actividad corporal manipula el instrumento. El instrumento como extensión sonora del cuerpo nos hace pensar en la voz, el canto, la expresión que viene de nuestras profundidades, pero aquí la extensa superficialidad de la piel se expande en la extensa sonoridad del piano, para generar una muestra de 45 minutos que explora la sensibilidad desde la creación.
Una vez más, reitero, la búsqueda está tanto en el plano de la creación como en el de los espectadores, y es de esta formaque se pueden desarrollar proyectos de «sustitución sensorial», en este caso dentro del proyecto europeo H2020 DANCE. Ante todo, abrir espacios de pensamiento para nuevas conexiones con nuestros sentidos: así el teatro se expande, sus posibilidades también, y no nos quedamos en lo más básico del mismo, desperdiciando tanto de su potencial por nuestras limitaciones como espectadores habituales.
Esto es lo que sucede con Lucrecia & Judith en el tercer fin de semana. Una obra en la que lo más llamativo y digno de atención resulta ser sus esfuerzos por hacerse accesible para todos los públicos: es posible realizar un paseo táctil por el escenario, para invidentes; y también un paseo escénico para personas con alguna discapacidad intelectual. Durante la función, una pantalla proyecta sobretítulos que permiten a una persona con problemas auditivos seguir la función, y existe también la opción de seguir la obra mediante audiodescripción. El público que puede disfrutarla, entonces, se amplia. Y creo que lo que más vale la pena ver en esta función es cómo una obra cualquiera puede adaptarse sin demasiada dificultad (nos queda pensar, siempre, en el coste…) a más público: con una audiodescripción, con un sobretítulo, con un poco de esfuerzo integrativo. ¿Por qué no se hace esto más, entonces, podemos pensar? Luego, cualquier obra que quiera tener todas estas opciones de accesibilidad requiere de un equipo que también trabaje todo esto, y después tener una rotación que amortice lo suficiente la inversión. Siempre tenemos que pensar en eso, porque sabemos cómo está gran parte del teatro. Pensemos, con esta obra: todo lo que se cuenta puede ser adaptado con un poco de esfuerzo e inversión, no pensemos que es imposible cuando existen recursos tan sencillos y tan utilizados que pueden hacer más accesible el teatro cotidiano para personas con discapacidad.
Algo similar pasa al asistir a la obra con la que concluye el festival. 15 cuadros de una exposición nos muestra, dentro de la misma obra, un colectivo que ha estado luchando por adaptarse y superarse a sí mismo para lograr la representación teatral. Durante la representación se nos muestran vídeos en los que se habla de las emociones que pueden percibir los intérpretes. Sí, la obra va sobre las emociones, los sentimientos que pueden aparecer con la pérdida de un ser querido pero, entonces ¿por qué nos importa que nos digan, fuera de la representación, las emociones que tienen como personas? En contraposición con una muy sutil y bien integrada Bichos, al comenzar el festival, esta última obra termina exponiéndonos, de forma muy obvia, la labor y el esfuerzo por el que han tenido que pasar los intérpretes para llegar al escenario. Y, en ocasiones, mejor que decir es mostrar. Lo sabemos, lo imaginamos, pero hemos de preguntarnos si en la representación teatral hay lugar para mostrar el proceso que debería estar tras bastidores, si no es ese el tipo de representación que se busca hacer.
La contraposición es inevitable entre el comienzo y el final del festival. 15 cuadros para una exposición tiene sus aciertos, pero en general uno no puede evitar preguntarse a lo largo de la representación «¿era esto necesario?». Así transcurre buena parte de la obra, apelando a un sentimentalismo que parece aislar a la compañía y hacer crecer la brecha entre ellos y nosotros, entre espectadores y una compañía que solo parece sostenerse en sí misma. ¿Y nada más? ¿Es eso lo que se busca, marginar en comunidad? Hay un peligro en esta aproximación que puede considerarse, puesto que el trabajo teatral implica, en sí mismo y siempre, un balance apropiado para no perderse aislado en una incomprensión y, al mismo tiempo, alcanzar ser de todos los públicos a los que quiere dirigirse. ¿Cuál es el objetivo de la compañía, del proyecto y de la fundación, nos preguntamos?
Dentro de lo que deciden hacer, un escenario y una iluminación predecibles pero funcionales, y un muy buen punto de partida: las emociones. Tema que logran cristalizar en dos ocasiones, en dos de estos cuadros que se conforman, logrando directamente. En una de las escenas, todos los actores, de espaldas, con una máscara en la parte de atrás de su cabeza, se mueven mientras las máscaras interpelan al espectador. Sin necesidad de expresar y explicar, de ahondar en palabras, la mirada del otro cobra sentido. Nos vemos reflejados en esos rostros que están ahí, en escena, y que nos dicen algo: yo soy tú, tú eres yo. Y sucede, repentinamente, que el teatro se vuelve un espejo en el que nos reflejamos y nos comprendemos, empatizamos con la obra, con sus emociones y dificultades, con sus luchas. También una de las últimas escenas de un actor con extraordinaria gestualidad que, bajo un foco de luz, realiza movimientos y gestos en los que alcanza a transmitirnos su percepción particular de las emociones.
Lo que se echa de menos, en general, es una mayor preparación, y también que se aprovechen los talentos y las dificultades de los actores en cuanto a sus personajes, que se ahorre todo lo innecesariamente explicativo y que quede para la escena lo importante: un estilo en el que el director comprenda a los actores y desarrolle su potencial, adecuándose a algo que les funcione. Dentro de todo, las dos imágenes con las que me quedo hablan de todo el potencial que podría tener la obra, puliéndose y desarrollándose mejor. Los actores tienen material y, ahondando en el tema de las emociones por parte del equipo técnico, podría lograrse un interesante y mejorado producto más a la altura de otras obras como Bichos, no solo dramatúrgicamente sino en cuanto a su búsqueda y propuesta de integración.
Ver todo el trabajo que requiere ensayar, adaptarse a las limitaciones y ventajas con las que se desarrolla un proyecto como este, crear una comunidad que compartirá durante meses, o años, la creación de proyectos es algo sumamente interesante. Las tres semanas del Festival ÍDEM ponen sobre las tablas a grupos que están marginados por diversas razones, e insertan en nuestra mente la posibilidad de que sea algo real y constante. Sus logros y sus fracasos tienen ese mérito.
Advertimos en obras de otros países y ciudades la forma de ver y entender la integración, así como también lo que falta por recorrer, tanto a ellos como a nosotros. Y lo importante es que avancemos. El Festival ÍDEM ha acabado y habrá que esperar hasta el próximo año para ver qué nos ofrece la nueva programación. Merece ser tenido en cuenta. De todas formas, La casa encendida continúa con actividades transversales en su área dedicada a la solidaridad. El Festival ÍDEM, nos aseguran, es solo el comienzo de un año lleno de actividades de integración en las que vemos un poco más cerca el sueño de que esto sea habitual también más allá de sus puertas.