
«Todos somos esponjas», afirma Ramón Barea con una sonrisa. No tuvo escuela, ni maestros, ni nadie que le dijera por dónde ir. Tan solo tuvo las ganas de hacer del teatro su vida. Y lo logró. Su trayectoria es impresionante: Premio Nacional de Teatro en 2013; premio Zinemira 2016, en el Zinemaldia de Donostia; director, autor y actor de teatro, cine y televisión. A pesar de la trayectoria, a este bilbaíno del Casco Viejo le emociona lo que está por venir. Barea está convencido de que «cualquier actividad artística es una cuestión colectiva». Por eso cree en la formación del actor a través de escuelas, talleres y compañías. Hace cinco años impulsó Pabellón 6, una pionera idea que consistía en abrir un espacio para que el actor pueda entrenar y jugar sin la presión de la rentabilidad. Barea cree que gracias a este proyecto «nos hemos dado cuenta de que el público de teatro no es una cuota fija; solo hay que saber buscarlo».
En 2007, promovió la realización del documental Nos sentamos a hablar, en el que todo el sector vasco de las artes escénicas realizaba un mapa de su situación. ¿Cómo encuentra el sector casi diez años después?
El propio documental sirvió para llamar la atención sobre las artes escénicas. Sirvió para juntar a profesionales y politicos sobre el mismo tema y que se dieran cuenta de que muchos decían lo mismo. Cumplió una función de reflexión. Ayudó a modificar algunas políticas sobre artes escénicas que se llevaban a cabo en ese momento en Euskadi. Por ejemplo, el Teatro Arriaga, de titularidad pública, comienza entonces a hacer una política de ventanas abiertas, comienza a realizar producciones propias, ofrece pequeños espacios escénicos e incluye en la programación recitales, café-teatro, etc.
Cuando nosotros iniciamos la andadura en Pabellón 6, el teatro se fija en nosotros y establece una colaboración. En definitiva, ha habido un cambio en la relación con la administración. Hay una receptividad mayor del sector público para con el sector de las artes escénicas, porque el contacto ahora es más directo.
¿Quiere decir que el diagnóstico es bueno?
Aún hay muchas cosas pendientes. Por ejemplo, sigue habiendo una cierta precariedad en el sector. Creo que deben ser los teatros públicos los que deben apostar por producciones propias y ambiciosas, que el sector privado no puede asumir, y convertir los teatros, en este caso de Euskadi, en una red por donde giren estas producciones, cosa que ahora no pasa. Son como unos reinos de Taifas que no se comunican. Precisamente, el sector privado no puede asumir determinadas producciones porque, con muy buena voluntad democrática, la administración se ha cargado la empresa privada. Ya no hay empresarios que arriesguen su dinero, marcando beneficios y buscando rentabilidad como pasaba antes. Curiosamente, el único empresario de estas característas es la administración, y eso es una anomalia que hay que cambiar. Esto no es un problema exclusivo de Euskadi, ese paternalismo del Estado se extiende y, salvo en Cataluña y Madrid donde la empresa teatral es fuerte, en el resto los productores han desaparecido. Eso ha provocado que la profesión se haya acomodado un poco a lo que el sector público quiera ofrecer.
¿Esa circunstancia puede dar la sensación al espectador de que el sector teatral está subvencionado y anquilosado?
Puede ser que eso provoque la opinión del público de que estemos acomodados. El caso es que es difícil no acostumbrarse a que el Estado provea, y no arriesgar nada. Yo me opongo un poco a eso. Sí pienso que la administración debe fomentar cierta producción, pero no hacerse dueña del sector. No puede ser que ellos sean tu principal competencia. No puede ser que tú produzcas un espectáculo y la administración haga algo parecido pero cuatro veces más caro, y mejor. Eso no tiene sentido. Creo que hay que revisar todas esas políticas porque lejos de aprovechar los campos y cultivos que ya hay, se inventan otros nuevos que no mejoran lo que ya existe.
Pabellón 6.
Fuera del centro de Bilbao hay una zona desindustrializada y poco poblada que quedó fuera de la revitalización de la ciudad porque la crisis llegó antes. En una de las naves abandonadas nació hace cinco años Pabellón 6, un gimnasio para el artista escénico de Euskadi. Nombres consagrados de la escena, vasca y nacional, como Ander Lipus, José Ibarrola, Patxo Tellería, o el propio Ramón Barea decidieron crear un espacio al margen donde el actor no tuviera la presión de un espectáculo concreto sino que pudiera jugar, practicar cosas nuevas. Además de este grupo de personas, para afianzar el proyecto, 200 personas compraron una butaca virtual. Ahora mismo, mantienen el compromiso de tener un 25 por ciento de ingresos vía instituciones, y el resto vía privada. Aseguran que es un método justo y que les asegura la viabilidad y la independencia. A partir de ahí, el público hace el resto. Superan las 200 funciones, monólogos, adaptaciones muy personales y propuestas multidisciplinares que fomentan el contacto con y entre los diferentes profesionales del sector.
El proyecto de Pabellón 6 nace como respuesta a ese gran productor que es el Estado. ¿Por qué, hace cinco años, trece profesionales de las artes escénicas consagrados deciden levantar un teatro alternativo privado llamado Pabellón 6?
Hay una idea latente que hace de este proyecto algo necesario. Y es que a los artistas escénicos se nos reduce, con el sistema que te he contado antes, a materia contratable. No es asumible que los actores hagan una función, o enseñen su arte, sin que hayan sido contratados por una entidad. Esa es la realidad que se está consolidando: se arman productoras teatrales con ayuda de la administración donde el actor es materia contratable, nada más. Eso no es bueno para nosotros. Por ejemplo, los ciclistas, para correr la Vuelta, el Tour o el Giro tienen que entrenar durante horas y días subiendo el monte de su pueblo o haciendo muchos kilómetros para estar en forma, para mejorar. Pabellón 6 quiere ser ese espacio de entrenamiento para los actores. Por eso, quienes levantamos la idea, tenemos una carrera consolidada y no vivimos de ello. Es un espacio al margen. Es cierto que no ganamos dinero pero nos es rentable artísticamente.
El proyecto, después de cinco años, está creciendo, pero ¿quieren que también sea rentable económicamente?
No es el objetivo. Es curioso porque nosotros también estamos experimentando, porque el proyecto va cambiando y exigiendo nuevas cosas que nosotros no sabíamos. El primer año, con la idea de poder sostenernos, creíamos que la clave era programar muchas cosas para que la misma gente viera cosas distintas, pero luego vimos que estábamos equivocados. Decidimos jugar con el verdadero potencial que teníamos en Pabellón 6 y dar primacía a la producción propia. Nos dimos cuenta que venía más gente a los espectáculos que nosotros producíamos que aquellas funciones que traíamos de fuera. Además, teníamos la idea, por contagio, de que el público de artes escénicas en la ciudad no da para más; como si fuera un cupo inamovible y la práctica nos demostró que puede haber más público y es cuestión de saberlo buscar.
De alguna manera, el propio camino ha definido a Pabellón 6.
Sí, ahora, lo más representativo de este espacio es la producción propia, los talleres, los laboratorios. Con esto conseguimos lo que pretendíamos desde el principio, que era abrir un espacio de encuentro entre público y profesión al margen de la exhibición normal. Fue cuando nos dimos cuenta de que el público no era una cuota. De hecho, el proximo objetivo de Pabellón 6 es buscar un espacio más grande para albergar a más gente porque resulta que sí había más público. Hace dos años, también, creamos una compañía joven para que pudieran trabajar durante un tiempo en una función concreta, recibiendo formación y clases magistrales de profesionales «consagrados». Eso nos conecta con la gente joven. Además, es cierto que los trece que empezamos con este proyecto somos gente ya consagrada en el sector, pero ahora mismo hay gente de varias generaciones en la gestión de proyecto, y eso es algo muy positivo que creo que asegura de alguna manera el futuro de Pabellón 6. Lo más curioso de todo esto es que son cosas que hemos conseguido sin habérnoslo propuesto. No ha habido ni estrategia de marketing ni nada. Abrimos un espacio y fuimos trabajando en él. El resto ha venido solo.
¿Cuál es el futuro del proyecto?
No lo sé. Sé que ahora necesitamos más espacio, somos capaces de hacer producciones con un nivel importante, y sé que ahora obtenemos más dinero de taquilla, con lo cual ya se puede pagar los sueldos de quienes hacen las funciones. Al principio, cuando el proyecto iba creciendo, nos decían que hacíamos competencia desleal, pero no es cierto, y poco a poco se va entendiendo que nosotros no vamos a perder el carácter asociativo, que nosotros estamos invirtiendo tiempo y dinero que dejamos de ganar con nuetras carreras. Es más, ahora hay compañías que nos piden estrenar en Pabellón 6 y rodarse con nosotros. Se ha entendido el proyecto, aunque no sabemos qué sigue. De pronto hacemos cuentas y vemos que movemos por temporada a cerca de sesenta profesionales, entre varias producciones: es algo insólito, que no esperábamos hacer al principio. Eso te da fuerza, y el público te da la razón.
¿Es muy diferente para un actor joven acceder a la profesión ahora, en comparación con cuando lo hizo usted?
En mi época, el gran problema era que no había un sector profesional asentado en Euskadi. No existía el profesional del teatro como en Madrid o Barcelona. De la noche a la mañana dijimos que queríamos hacer teatro y cobrar por ello, y lo hicimos. Empezamos a crear un circuito de teatro independiente, porque los teatros estaban ocupados, curiosamente, por el sector privado. Entonces convertimos cines, frontones, y la calle misma en nuestros teatros. Ahora hay 45 salas municipales en la CAV. Quiero decir que quien empieza tiene escuelas de teatro, talleres, tiene una pequeña estructura por si quiere rodar su propia compañía. Se supone que es mejor. Con la compañía joven nos hemos dado cuenta de que hay chavales que llevan desde los 16 años formándose, preparándose y, además, con el consentimiento familiar y social, algo que nosotros no teníamos. Yo siempre digo que he sido autodidacta, pero que hubiera preferido tener a alguien que me enseñara.
Otra forma peculiar de entrar en el oficio era que, en mi época, el teatro de repertorio no nos alcanzaba para contar lo que queríamos contar. Nunca encontrábamos el texto idóneo para nuestras producciones. Por eso teníamos que escribirlo nosotros: buscábamos documnentación, hablábamos con otros grupos afines y escribíamos la obra desde cero. Eso fue una manera de aprender el oficio a fuerza de equivocarnos. Además, había que hacer las cosas al tamaño de la furgoneta. Eso fue un aprendizaje tremendo, y marcó un estilo.
Es curioso cómo un autodidacta como usted cree tanto en la formación.
Siempre me he implicado en proyectos de escuelas, privadas o no, de formación de actores porque creo que hay una necesidad de maestros. Esto es una artesanía y necesitamos la experiencia de alguien que ya ha hecho el camino que tú estás empezando, aunque luego necesites matar al padre, pero es necesaria esa guía. Si a mí me preguntan en aquella época con quién me gustaría trabajar y aprender yo sí hubiera elegido y me hubiera ido a ver a Els Joglars, por ejemplo. Esa posibilidad de entrar en diferentes formas de ver la profesión es muy rica y hay que fomentarla.
¿Y su punto de vista de cara a cada montaje que prepara siempre es el de absorber conocimiento?
Siempre somos esponjas. Cualquier actividad artística es una cuestión colectiva. No existe aquello del actor puro, todos estamos llenos de influencias. Y mi forma de actúar genera un modelo que otros pueden imitar o rechazar. Es natural. En un momento dado hay alguien que hace algo nuevo y se repite hasta que se genera otro modelo.
Incendios.
En Incendios, Ramón Barea comparte escenario con Nuria Espert, Laia Marull y Edu Soto, entre otros. Más de tres horas de función dirigida por Mario Gas. Dos hermanos mellizos reciben de un notario tres sobres de parte de su madre recién fallecida. El inicio de un viaje en el que los dos protagonistas tendrán que atravesar varios incedios personales sin saber muy bien cómo ni cuál es la meta. El texto adornado y las escenas entrelazadas crean una atmósfera intensa y dinámica sobre la que el espectador llega al final sin aliento, con la boca abierta. Wajdi Mouawad es poético y áspero al mismo tiempo. Esta función forma parte de una tetralogía de obras de teatro que ha revolucionado la dramaturgia del siglo XXI. Tras pasar casi un mes en Madrid, Incendios gira por los teatros de media España.
Ha estrenado Incendios con un éxito tremendo. La obra del autor libanés no es fácil, es intensa y muy emocional, ¿Cómo ha trabajado este proyecto?
La gente cree que no, porque me ve actuando en televisión y en cine, pero en mi carrera he estado más tiempo dirigiendo que actuando en teatro. Esto quiere decir que, como actor, tengo experiencia pero no lo sé todo. Por ejemplo, cuando nos juntamos para empezar a trabajar Incendios, noté que Mario Gas me trataba con respeto; demasiado, diría yo. Tuve que acercarme, hablar con él y decirle que me tratara como un aprendiz. Me encanta que me dirijan por esa necesidad de aprender que comentaba antes. Lo he echado de menos y ahora mismo soy muy feliz.
A pesar de ser larga, densa y dura, Incendios está siendo el éxito de la temporada ¿Cuál puede ser la clave?
No es fácil decirlo. Desde luego que ha dado en la tecla. Yo nunca había estado en un montaje donde cada función toda la platea se levantara y aplaudiera a rabiar. Y tienes razón en que no es una obra fácil y popular, pero engancha. Tiene magia. Supongo que la gente necesita que le digan cosas, y esta obra tiene algo de cuento árabe, de ancestral, que conecta. Además es un texto que aunque habla de cosas concretas es muy adaptable para diferentes públicos. Ya estamos de gira, y estoy seguro que en Euskadi va a tener una resonancia especial. Nos va a recordar ciertas cosas que hemos vivido. Eso es una virtud del texto.
¿Cómo puede, como actor, salir con facilidad de textos tan duros?
Al fin y al cabo tenemos una técnica. Durante los ensayos vas trabajando con tus compañeros, con el director, buscando la voz, el alma del personaje y durante un tiempo tienes un batiburrillo en la cabeza hasta que llega un momento en el que el personaje se comporta solo, como si respirase. Necesita tu impulso pero notas que vuela solo. Y eso es maravilloso. A partir de ahí es más fácil lograr la dinámica que plantea la función.