
El país del dinosaurio
Por Jöel López
Cuando despertó, Rajoy todavía estaba allí. Escribe Manuel Jabois: «sigue gobernando el PP, un partido con conciencia de sí mismo mucho más que del país. Y dentro del PP vuelve a gobernar una suerte de familia, una estructura evanescente, poco definida, marcada por el carácter de Rajoy. Ha estado en el “Gobierno Aznar”, se sospecha que está en el “Gobierno Rajoy”, y a su alrededor se está derrumbando un mundo, propio y ajeno, del cual sólo emerge él como superviviente de unos años, los noventa, revisados históricamente en el banquillo». Y en el medio está España.
Un año después, estamos agotados. Hemos llegado al futuro con flato, y unas decadas más viejos. El único por el que no ha pasado el tiempo, porque es imposible, es el flamante nuevo presidente de gobierno.
Parte de la culpa de nuestro cansancio, de nuestra decepción, es nuestra. Porque a cada paso posible y probable en este mapa de ruta hacia el futuro con sabor a viejo siempre esperábamos que Rajoy hiciera algo diferente. Fuera por decoro, por cálculo político, por cosmética. Y nada. Sigue siendo el mismo desdeñosos de siempre. Escribe Jose Antonio Zarzalejos: «El desdén es gélido y soberbio; menosprecia y desaíra. No busca la empatía sino la oportunidad de salir del paso, aplazar sin resolver, esperar sin cansarse, utilizar a otros para que el error quede en la “otredad”, callar porque el silencio es el amigo confuciano que nunca traiciona, olvidarse porque la amnesia es terapéutica, y durar porque esa es la misión de un opositor con plaza en propiedad. El desdén resume todo lo que un político, éticamente hablando, no puede sentir, ni mucho menos mostrar». Casi tres años después de esta reflexión, Rajoy estrena gobierno y nosotros un futuro remendado.
Aludo al nosotros porque percibo a mi alrededor una especie de Santa Compaña que se está quedando sin voz y que cada vez tiene menos ganas de gritar. Me incluyo. Sin embargo, tiene que haber otro nosotros, entre los que no me incluyo, pero que tampoco son ellos, porque forman parte de esta sociedad, en la que sí me incluyo, y que están felices. Bueno, quizás no estén felices, pero sí estan tranquilos. Menuda envidia les tenemos nosotros. Creen que estamos en buenas manos, que han salvado los muebles del miedo. Su vida está blasonada por ese refrán que dice: «más vale malo conocido que bueno por conocer». Este es un país de refranes, de verdades tradicionales, asentadas, discutibles pero poco discutidas. Esta es una de ellas. Eso es lo que ponía en la mayoría de papeletas de las dos últimas elecciones. Nosotros, con el panorama de seguir con el dinosaurio cuatro años más solo sabemos decirnos: «al mal tiempo, buena cara». Pero la buena cara no sale, y el mal tiempo arrecia. Parece que que solo queda buscar un refugio hasta que escampe, aunque no tenga ninguna pinta de hacerlo.
En este país en el que no hay aceras sino trincheras es muy complicado caminar sin caerte al fondo de una de ellas, y los refugios antiaéreos son cada vez más difíciles de encontrar. Arturo Pérez-Reverte dice que «en la juventud, la solución es la biblioteca; en la madurez, la biblioteca es el refugio; en la vejez, la única patria posible». La decepción a las expectativas creadas, la convicción maltratada de que otro camino es factible y la poca imaginación que reina en el discurso político está haciendo pervertir esa secuencia que apuntaba el escritor, y cada vez hay más jóvenes, o al menos gente en edad de buscar soluciones, que llenan las bibliotecas para refugiarse, para ver desde el otro lado de la ventana aquello viejo tan conocido. En definitiva, están dejando de buscar soluciones porque, al final, ya sea con un refrán o con otro, les dirán que no vale la pena el esfuerzo de encontrar algo mejor porque da miedo, porque seguro que no es tan bueno, porque no hay refrán que lo diga.
Supongo que es una actitud natural, buscar un refugio cuando nada encaja, cuando tienes la razón en carne viva y el corazón late, que no es poco. Joan Margarit publicó en 2007 el poema Casa de Misericordia que da titulo al poemario que lo contiene. Con una dureza firme, sostenida, en la primera parte habla de la guerra. En la segunda, llega a la poesía como lugar frío donde refugiarse: «El frío del mañana está en la instancia. Hospicios y orfanatos fueron duros, pero más dura era la intemperie. La verdadera caridad da miedo. Como la poesía: un buen poema, por más bello que sea, será cruel. No hay nada más. La poesía es hoy la última casa de misericordia».
Superado el temporal, el cuerpo recobra el tono muscular, la razón recupera la sonrisa y el que se cree vencedor nos volverá a tener mirándole a los ojos pensando que no siempre el cuento acaba de la misma manera. Este futuro de segunda mano que se nos presenta ante nosotros no parece exento de temporales, de baches, de trincheras. Seguro que el dinosaurio seguirá estando en el mismo sitio esperando a que volvamos a dormirnos. Continuar y no desfallecer no es cosa de héroes, es cosa de estar vivos. Así lo dice Ángel González: «Un escombro tenaz, que se resiste / a su ruina, que lucha contra el viento, / que avanza por caminos que no llevan / a ningún sitio. El éxito / de todos los fracasos. La enloquecida / fuerza del desaliento ».
Lugares de un nuevo nacionalismo
Por Javier Ignacio Alarcón
Hace unos meses presencié una pelea entre dos hombres. Estaba sentado en un banco, en Malasaña, epicentro del «hipsterismo» madrileño, punto de convergencia de esa juventud tan moderna y cultural de la capital española, cuando uno empezó a insultar al otro: lo acusaba de latino y, haciendo eco de décadas —y siglos— de discriminación, lo mandaba a volver a «su país». Habrá sido el calor —empezaba el verano por esas fechas— o simple apatía, pero nadie se molestó en voltear a mirar lo que estaba pasando. Después de intercambiar otros insultos y unos cuantos gritos, ambos siguieron su camino.
En nuestras mentes, esta es la imagen más común a la cual apelar para representar la discriminación. De la misma manera, tenemos tópicos en torno a los dictadores y quienes los siguen. En resumen, los malos de la mitad de las películas que hemos visto este año. Pocas veces nos detenemos a pensar que estos problemas suelen aparecer de manera mucho más sutil y convivir con nosotros diariamente. Las opiniones más conservadoras, los puntos de inflexibilidad que todavía definen nuestras sociedades, no se expresan en formas extremas porque todos —o casi todos— las comparten y a nadie le gusta reconocerse como un conservador. Sin embargo, nos sorprendemos cuando gana el Brexit, o el PP, o Donald Trump.
Con respecto a este último personaje, dije en un artículo que era al conservadurismo lo que el porno es al cine de Hollywood, una explicitación algo vulgar de sus puntos clave. Solemos fallar en ver cómo las opiniones de las personas que tenemos más cerca, que sirven para amenizar una cena con una interesante y elocuente conversación de política, son la base de las acciones que después criticamos en Facebook y Twitter. La escena de los dos hombres peleando no fue, ni de cerca, el comentario más discriminatorio que he presenciado en mis casi dos años viviendo en Madrid. Sí fue, en cambio, el más directo —no lo digo como una virtud.
A pesar de los discursos cosmopolitas que parecen imperar en las avanzadas sociedades europeas y occidentales, lo cierto es que seguimos aferrándonos a nociones bastante retrógrada. El nacionalismo, que es la negación directa de los ideales globalizadores, es una de estas.
La primera mitad del siglo XX, con el nazismo y el fascismo, nos mostró la peor cara de este discurso. Hoy parece lejano. Pero no es solo el tiempo el que nos aleja del pasado, también la construcción ideológica que hemos realizado en torno a este: películas, documentales, novelas históricas, canciones, algunos métodos muy cuestionables de educación. Todos estos elementos ayudan a construir un retrato maniqueísta de ese espacio histórico que hoy vemos como un lugar remoto, casi legendario, con el cual ya no nos relacionamos. Esta es una de las razones por la que fallamos en ver cómo siguen vivas las ideas y principios que queremos pensar olvidados. Dicho de otro modo, nos hemos hecho ciegos a los problemas que nos siguen definiendo como sociedad.
Las nuevas generaciones —a quienes realmente apunto en esta reflexión y entre las cuales incluyo la mía— quieren definirse como cosmopolitas, ciudadanos de un mundo sin fronteras que se abre a nuevas experiencias para documentar en Instagram, Facebook o cualquiera sea la red social preferida. Pero no podemos dejar de preguntarnos dónde está la efectividad real de esa definición. Tal como dijimos arriba: el PP ganó en España, el Brexit también y, más recientemente, Trump consiguió una (¿inesperada?) victoria en Estados Unidos.
Lo cierto es que el discurso nacionalista sigue estando presente en nuestras sociedades, aunque de manera disimulada: se sigue esperando que nuestros políticos sean españoles y que defiendan la identidad española por sobre todas las cosas. Se hizo evidente cuando la mayoría de los partidos se negaron a dialogar con el independentismo. La unidad de España, dijeron, está por encima de todo. No se trata de apoyar o rechazar el independentismo, sino de darnos cuenta de cómo la aseveración hace eco de los nacionalismos que, en teoría, hemos dejado atrás. Esto no es exclusivo de este país y es la semilla de las formas de discriminación que están reapareciendo en occidente o, para ser más precisos, que nunca desaparecieron.
A fin de cuentas, es muy fácil ser liberal cuando se vive protegido por el cómodo «primer mundo». Pero cuando nos enfrentamos a los momentos de crisis, la mayor parte de la sociedad prefiere aferrarse a las nociones que critican en público, para poder mantener un status quo que les permita comprar el nuevo iPhone.
Reconozco que esto puede ser una generalización injusta. No todos en las nuevas generaciones responden a esta suerte de esquizofrenia ideológica que se columpia entre el progresismo más liberal y el conservadurismo político más cerrado. Lo que realmente nos define es la apatía, una hipocresía cómoda que se mantiene siempre y cuando sostenga el estilo de vida que nos ofrecen la publicidad, los medios, el internet, etc.
Así, aparece un nacionalismo light que se vuelve la base sólida de formas más extremas. Podría pensarse que esta idea queda negada por la realidad. Después de todo, se señaló cómo el Brexit representó una victoria de las viejas generaciones sobre los jóvenes. Sin embargo, el fenómeno apunta exactamente a lo que he estado diciendo. Es bien sabido que una de las causas de esta victoria de los conservadores fue la abstención de buena parte de la población joven. No solo esto, sino que las búsquedas en Google al día siguiente demostraron que la mayoría de las personas no sabían qué era el Brexit o, por lo menos, qué implicaba.
En Estados Unidos, el problema fue un poco más complejo. Hacía tiempo que los medios, en general, habían empezado a retirar su apoyo al candidato conservador. A esto se suma que buena parte de los programas de opinión, cuyos vídeos se compartían constantemente en las redes sociales, son llevados por comediantes liberales —Jon Stewart, Stephen Colbert, Trevor Noah, John Oliver, Bill Maher, entre otros— y, tanto ellos como su audiencia, suelen mostrar solo un lado del problema. Quizá por eso, a pesar de lo reñidas que se mostraban las encuestas la semana antes de las elecciones, todos parecíamos tan convencidos de que Hillary Clinton llegaría a la presidencia. El resultado nos demostró que la sociedad norteamericana posee las mismas contradicciones que la española y la británica: a pesar de una aparente posición progresista, se sigue sosteniendo sobre una mayoría conservadora.
Sin embargo, este discurso subyacente no era tan difícil de detectar. No solo son las noticias, los problemas entre la población afroamericana y la policía o los discursos discriminatorios que son cotidianos en Estados Unidos, por ejemplo. No, también tiene que ver con la producción ideológica de la cultura: solo este año tuvimos dos películas de temática nacionalista, una sobre el Capitán América, que está dispuesto a revelarse contra el mundo para hacer «lo correcto», y la secuela de Día de la independencia, en la cual se retrata una suerte de dictadura suave de Estados Unidos sobre el mundo.
Más allá, quien sale beneficiado en ambos casos, la victoria del Brexit y de Trump, es la versión extrema del nacionalismo que nadie quiso reconocer en un primer momento. Ya sea por la apatía de las generaciones jóvenes o por el radicalismo de una parte de la sociedad silenciada, lo que resulta innegable es el resurgir de ese nacionalismo peligroso que parecía haberse reducido a la temática de un género del cine de Hollywood. Pero, de nuevo, tenemos que ampliar el marco: porque vemos versiones de este discurso en buena parte de Europa, aunque todavía no hayan conseguido victorias tan contundentes y ruidosas.
Quizá esto no sea un «resurgir», tal vez este discurso siempre estuvo presente. Basta con dar una vuelta por la Puerta del Sol para empaparnos de ese mundo tan español que los turistas vienen a conocer. Un nacionalismo vacío o, mejor dicho, simulado para el entretenimiento de visitantes de todas partes del país y del mundo. Tiendas de recuerdos, camisetas de futbol y una vuelta por El Corte Inglés bastan para recordarnos que, como no dejaron de decir algunos políticos los últimos dos años, la unidad de España es lo primero. Esta versión pintoresca y atractiva sirve para mantener oculta la otra cara de este discurso, la que presencié a comienzos del verano en Malasaña.
En el primer artículo que escribí para Borrador, hablé sobre la forma en que las nuevas generaciones se definían en un neoconservadurismo que se refugiaba en las opiniones políticamente correctas que exige la sociedad contemporánea. Es cierto que este tipo de generalizaciones pueden resultar injustas. Ya lo dije antes. Sin embargo, los cursos que está tomando el discurso político de buena parte de Occidente parecen apuntar en esa dirección. Lo que más preocupa, sin embargo, no es que se afirme un nacionalismo extremo, sino que la comodidad de quienes, supuestamente, no lo defienden, parece sostener una de las formas más nocivas de extremismo que atraviesa nuestra historia contemporánea.
Coordenadas inexistentes
Por Luis Javier Pisonero
El filósofo Miguel Abensour escribe en las páginas del Atlas de las utopías que «el hombre es un animal utópico». Históricamente, nos resulta difícil negar eso. Personalmente, también. Viendo nuestra actualidad, nuestro presente, nuestras producciones y nuestras visiones políticas, ¿podemos compartir su opinión, podemos sostener que la mayoría de la humanidad busca todavía ese lugar donde la hierba es más verde, donde sea que esté?
No pedimos ya que nos lleven a Paradise city, quizás ni siquiera podríamos hacerlo sin sonar políticamente incorrectos. Estamos donde estamos: el presente; y nos hemos enredado en trampas que parecen no dejarnos avanzar. El futuro es un lugar distópico. No por ser pesimistas, que nunca lo hemos sido. Tampoco por dejar de persistir en la búsqueda de ese espacio imposible, que hemos soñado siempre, como seres humanos inconformes que somos. El futuro es un lugar distópico porque avanzamos tan rápidamente desde nuestras individualidades que nuestra imaginación se ha quedado atrás, y solo ve una continuidad de lo que vivimos ahora, y resulta que se parece más una distopía.
Veámoslo en la imagen cinematográfica. Hace diez o veinte años, ¿cómo era el futuro? Colores, cambios irreales, búsquedas que se nos hacían lejanas en el tiempo: pensábamos en volar, en una moda disímil, y veinte años podían parecernos una eternidad: pensemos en algún referente común: Back to the future. Hemos quedado muy lejos de aquella estética.
Pensemos ahora lo que nos plantean series como Black Mirror, u otras películas de ciencia ficción contemporáneas: nuestra moda no cambia demasiado, nuestros dispositivos solo se vuelven algo más delgados, minimalistas, limpios, pero nuestra conexión con la tecnología cambia, nuestra manera de entenderla, de vivir en ella, de ser humanos.
He hablado del futuro y de la ciencia ficción en otras ocasiones, y todavía quedan muchas páginas por escribir sobre estos lugares que vemos más adelante en la línea temporal. Resulta que, hoy en día, el futuro es distópico en nuestras aproximaciones a él, que la tecnología finalmente se vuelve contra nosotros de formas mucho más sutiles de las que pensábamos. Entendemos que el problema no es la tecnología, el problema somos nosotros. Y es lo mismo que nos aleja de las utopías, de creer que podemos generar una realidad que funcione y que sea ideal: sabemos que la culpa es nuestra, tenemos los recursos y las posibilidades, pero somos humanos.
¿Cómo podemos imaginar entonces nuevas utopías, nuevos lugares para todos, cuando sabemos que nuestra humanidad resulta ser un problema esencial para que nada de esto funcione? La tecnología y las redes sociales no han hecho más que darnos acceso (a muchos más, que ni de cerca a todos) a lo obvio, a las mentiras y contradicciones de nuestra esencia humana, social, política.
No es tan fácil controlar todo ahora, la velocidad y la fragmentareidad de las redes sociales permiten que sea mucho más difícil para una cúpula limitada de personas controlar las redes. Por ahora. El internet es un universo relativamente nuevo (si nos permitimos hablar de novedades en décadas) y resulta difícil establecer controles y regulaciones ante algo que todavía está en expansión y constante cambio. Aún así, existen ya las grandes corporaciones que controlan la mayor parte del tráfico. Sí, las conocemos todos: Google, Facebook, Twitter. Ellos nos tienen, pero nosotros también los tenemos a ellos por ahora como ventana de expresión y de conexión. Regulan la web y nos permiten expresarnos, se mantienen libres fuera de las fronteras estatales (bueno, relativamente) y nos dan un acceso global como humanos comunicantes.
Pensemos en la política, en los medios, en lo que vemos cada vez con más constancia. Políticos, medios de comunicaciones, entes de poder nos han mentido constante y sistemáticamente en infinidad de maneras, para lograr sus objetivos y, sí, quizás también los nuestros. Sabemos que se han contradicho, que han manipulado, que han hecho lo que quieren y lo tenemos, incluso, en vídeo, en muchas ocasiones. Somos humanos, después de todo, y la frase es más antigua que el internet: quien esté libre de pecado que lance la primera piedra.
A pesar de haber visto tantos engaños, y de que sea posible encontrar fallos en la historia y en internet, seguimos creyendo en la democracia. Seguimos viendo con la misma sorpresa y la misma esperanza el discurso del político de turno, del país en cuestión, que nos jura que esta vez es diferente, que apela directamente a nuestras emociones, que nos hace pensar que quiere lo que queremos y que no está ahí por una lucha injusta y despiadada de poderes en la que ha demostrado ser el más peligroso y astuto de todos. En esto hemos convertido la política, y aunque la idea ronda sobre nuestras cabezas no podemos asumirla, queremos creer que la oportunidad de votar nos da la tranquilidad de pensar que hemos elegido a alguien capaz y que ha sido verdaderamente gracias a nosotros. No queremos pensar más, no queremos resistirnos, no queremos negar ese lugar en el que estamos. Nuestro presente está ahí, vamos, votamos, y nos quejamos entonces de todo lo que está sucediendo. Esta es la vía democrática. Esperamos y creemos ciegamente en nuestros candidatos: ellos sí que son diferentes, ellos sí que nos comprenden, ¿y el resto del mundo? ¿Y el país? ¿Y los otros? No importan porque somos mayoría. ¿Podemos permitirnos decir esto en pleno siglo XXI?
Hemos logrado ver más allá de los velos de los medios de comunicación y de las campañas que sin ninguna vergüenza nos dicen día a día lo que debemos pensar, responder, hacer, sin que nos preocupe más que pertenecer a un grupo que claramente nos dice: esto está bien, lo contrario no: aquí tienes tu opinión digerida.
Pero los quiebres han existido. Grupos como Anonymous abren una brecha que revela un poco más de lo que hay detrás de la web. Julian Assange con Wikileaks nos ha mostrado algunas de las urdimbres que hay detrás de lo obvio, y lo peligroso que es mostrar todo esto. Aún así, lo vemos como un entretenimiento. Los medios todavía logran decidir qué nos muestran o no.
Cuando estaba en Venezuela durante muchos de los años de protestas políticas, de opresión y de violencia en las calles de Caracas, recuerdo la recurrente pregunta que nos decía que los medios no mostraban nada, que solo en Twitter podían encontrarse fotografías, a tiempo real, de lo que estaba sucediendo desde muchos ángulos: cada persona subiendo sus imágenes una tras otra y reportando lo que pasaba en vivo. La trampa estaba hecha, las redes podían también recibir imágenes falsas en el momento y debíamos aprender a diferenciarlas. Debíamos aprender a cuestionar. Ese pensamiento siempre me quedará: la red miente, de otra forma, por sobreabundancia informativa, y hemos de saber cuestionar.
Pero las posibilidades que nos abren, en Caracas como en tantos otros lugares (pensemos, por ejemplo, en la Primavera Árabe) son gigantescas. Recuerdo estar viendo en la televisión dibujos animados durante el golpe de Estado del año 2002. Tuvimos que esperar a que los medios decidieran mostrar lo que querían, para saber lo que estaba sucediendo. Las redes somos nosotros, y depende de nosotros cuestionar, mostrar, ofrecer las múltiples visiones de algo a otros como nosotros mismos, que puedan cuestionar también lo que ven, que puedan formar su propio juicio.
¿Pero cuánto durará esto? Existen países en el mundo que ya controlan mayor o menormente el internet, su flujo, sus redes, sus mensajes. Es un medio de comunicación más, e igual que ha tenido sus tiempos de apertura, irá poco a poco cerrándose en manos de las élites que, sabiendo la valiosa importancia de la información, querrán controlar también estas herramientas. Ahora el poder está en mano de grandes corporaciones ajenas a estados, pero hemos visto que ellos (como todos nosotros), tienen sus intereses.
¿Qué podemos hacer, nosotros los contemporáneos, ante el auge y la caída de la libertad en internet? ¿Hasta cuándo van a estar nuestras palabras libres, nuestras publicaciones abiertas? El reto principal ahora, lo hemos mencionado alguna vez, es pasar de la sociedad de la información a la sociedad del conocimiento, el abrir perspectivas y planteamientos antes de que otra vez quede todo cerrado, atrapado, anquilosado en manos de aquellos que nuevamente, controlen también este medio. ¿Y entonces?
Ahora podemos hablar, podemos escribir y podemos alcanzar a más o menos gente. Podemos cuestionar, podemos organizarnos, podemos planear posibles alternativas a aquellos con un solo discurso cargado de respuestas que ellos quieren que repitamos. La presión existe, y quizás lo que podemos hacer es entender el valor de las preguntas, de los cuestionamientos, de retar a quienes ofrecen una sola línea de discurso ante la que no podemos dialogar, a la que no podemos interpelar. El futuro es distópico porque el presente sociopolítico es, mayoritariamente, distópico. Veamos el mundo ahí afuera, las ventanas están abiertas todavía, y podemos ver lo injusto que es todo para tantos como nosotros, sentados frente a la pantalla: el internet no es para todo, la tecnología y los avances no son para todos. ¿Podemos aceptarlo, sabiendo que ahora tenemos los recursos y las posibilidades? ¿Estamos de acuerdo con renunciar a nuestra humanidad y nuestros propósitos, a nuestras voces y nuestras preguntas?
Ahora es el momento de tomar el internet, de aprovechar las posibilidades que hemos creado para construir con ellas una red libre y no controlada, y no sabemos cuánto tiempo vaya a durar esto, ni si estamos preparados para asumir una red en la que la responsabilidad sea de cada uno de nosotros, como individuos conscientes de su propia humanidad, de su voz, de su presencia pública, personal y global.
¿Nos declaramos culpables o inocentes?
El mundo está cambiando. Siempre. Pero ahora cambia con mayor rapidez, o eso sentimos en relación con la historia. La tecnología nos abre a lo global, movernos por el mundo parece cada vez más sencillo y económico, surgen opciones colaborativas para casi cualquier cosa, sharing is caring. La brecha, entonces, entre las generaciones que ahora son mayores y las que ahora son jóvenes parece abismal. Básicamente hay un mundo diferente a.i. (antes de internet) y después. En las últimas situaciones políticas que hemos mencionado (Brexit, Trump, Rajoy) esto se ha hecho evidente. Sin embargo, no es excluyente. También hay gente joven que piensa y apoya estas causas, a pesar de que los medios de comunicación y las redes sociales busquen, de cierta forma, excluirlos de lo mainstream. Este es un problema, puesto que perder estas voces, estas perspectivas, no es necesariamente una ganancia, aunque difiramos de ellas. Que ellos sientan miedo de expresar sus opiniones en redes y lo escondan, que se les juzgue sin dar opción a réplica, sin escuchar sus opiniones, sin dar espacio para la duda habla de lo intolerantes que en ocasiones nos volvemos.
La democracia está fallando, de cualquier manera, y para la gran mayoría de los grupos. Estamos todos relativamente insatisfechos en cuanto a lo político, y buscando soluciones que se adapten a nuestra contemporaneidad. Los cambios siguen sucediendo, a una velocidad abrumadora, y es necesario descubrir maneras de que estas nuevas posibilidades sean apropiadamente disfrutadas, solo así podemos evitar una distopía constante que persista y nos arrebate nuestra humanidad. No basta con fingir ser políticamente correctos y rendirnos falsamente a los tiempos en los que estamos: hace falta comprender, hace falta conocer, hace falta incluir a quienes piensan diferente y darles, también, una voz que ha de ser respetada. Hoy, quizás más que nunca, nuestra pluralidad parece ser un riesgo y un valor. El mérito está, quizás, en existir en lo global y en lo individual, en reconocernos diferentes e iguales, en aprender del otro, en comprender nuestra humanidad que está llena de diferencias. Quizás es natural que busquemos pensar que lo nuestro es lo correcto y lo otro no. Culpables, entonces. ¿Cómo podemos hacer para comprender, mejor, para incluir, para aceptar esa diferencia con la que no estamos, y quizás no podemos ni queremos estar, de acuerdo? No sé si es posible, pero ahora es el momento para abrirnos a otras perspectivas, para escuchar, para dudar y expresarnos, compartir voces individuales que no necesariamente han de subyugarse a los discursos y los canales oficiales. ¿Cuánto tiempo dure esto? No lo podemos saber, quizás una vez más las nuevas ventanas que ha abierto la tecnología y el internet se cierren, quizás nos autocensuremos por miedo a la opinión mayoritaria, quizás dejemos de entender el mundo digital, o no tengamos acceso a él, y eso nos cierre todas las puertas. Depende de nosotros, de cada uno de nosotros, reflexionar sobre nuestra inocencia y nuestra culpabilidad, sobre lo que podemos hacer, sobre la tolerancia, la diferencia y nuestra común humanidad. La tecnología quiere seguir avanzando, y quizás va demasiado rápido para nosotros. Hemos de pensar el futuro, el presente y el pasado.